Once meses después de la boda de Francisco Luis Bosco y Margarita Occhiena, nació, el 8 de abril de 1813, su primer fruto: José. Su hermanastro Antonio lo vio llegar, a sus diez años de edad, con cariño y curiosidad. José era un niño sano, sereno y obediente que llenaba con su presencia risueña la paz y la pobreza de la casa. Y así lo fue toda su vida en la que conservó la admiración y el afecto que despertaba en él su madre.Su hijo Juan es para María El 16 de agosto de 1815 llegó el segundo (tercero de Francisco), para el que escogieron los nombres de Juan Melchor: el futuro san Juan Bosco. Aquel mismo año había empezado en Santa Elena el ocaso de Napoleón. Pío VII regresó a Roma desde su prisión en Francia y a los pocos meses instituyó la fiesta de María Auxiliadora y la fijó el 24 de mayo. En las ;i>Memorias del Oratorio de 1835 a 1855, que escribió don Bosco a partir de 1870 se lee este testimonio de Margarita a su hijo cuando, en 1835, éste ingresó en el seminario de Chieri: «Cuando viniste al mundo te consagré a la Santísima Virgen». La sensibilidad espiritual mariana de Margarita queda reflejada en ese gesto. Su hijo es para María. Ya se encargará Ella de dirigirle, de protegerle, de iluminar sus pasos.;font color=";img src=Marcas/RomboA.gif>336699">El hogar de los Bosco estaba lleno del perfume del amor a la Virgen.Huérfanos de padre El domingo, 11 de mayo, un rayo cayó inesperadamente en ese hogar feliz rompiendo todo lo que se había ido construyendo antes. Murió Francisco, el honrado trabajador de las tierras del señor Biglione, el esposo enamorado, el padre celoso de la felicidad de tres hijos. No hay testimonio mejor que la página que sobre este terrible hecho nos dejó el mismo don Bosco en las citadas ;i>Memorias. Está lleno de matices que muestran las huellas del dolor en toda la familia y la profunda amargura del recuerdo. «No tenía yo todavía dos años, cuando se murió mi padre y no recuerdo su fisonomía. No sé qué fue de mí en aquella triste ocasión; tan sólo recuerdo, y es el primer hecho de la vida del que conservo memoria, que mi madre me dijo: – ¡Ya no tienes padre! –Todos salían de la habitación del difunto y yo quería a todo trance seguir en ella. Mi madre, que había recogido un recipiente con huevos metidos en salvado, me repetía llena de pena: – Ven, Juan, ven conmigo – Si no viene papá, yo tampoco quiero ir, respondí. – ¡Pobre hijo mío, insistió la madre, ven conmigo: ¡Tú ya no tienes padre! – y dicho esto, rompió en llanto, me tomó de la mano y me llevó a otro sitio, mientras yo lloraba porque ella lloraba. En aquella edad yo no podía comprender la gran desgracia de perder al padre. Pero nunca olvidé aquellas palabras: – ¡Ya no tienes padre! – También me acuerdo de lo que hicieron entonces en casa con mi hermano Antonio, que desvariaba por el dolor. Desde aquel día hasta la edad de cuatro o cinco años no me acuerdo de ninguna otra cosa. Y desde esta edad en adelante, recuerdo todo lo que hacía».
Alberto García-Verdugo
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