A los sesenta y tres años Margarita se sentía cansada. Su hermana Mariana la acompañaba desde unos meses antes. Era un alivio, sin duda. Pero Mariana no pudo evitar que la gotita que faltaba hiciese rebosar el vaso de su impaciencia: el asalto inconsciente de un grupo de “hijos de la casa” que invadieron como campo de batalla y destrozaron el huerto cuidado con tanto mimo.Una mirada al crucifijo Las edades de aquellos muchachos iban desde los 12 hasta la del grupo de mayores, que mediaba los 19 años. De éstos, los “internos” sabían y estimaban lo que había en el corazón de Margarita y lo que les regalaban cada día sus brazos siempre fuertes y generosos. Pero los pequeños, con afán guerrero y sin distinguir entre patio y huerta, produjeron el hundimiento del ánimo de la “mamma” de todos. -“Escúchame, Juan: esto no lo aguanto más”. Lo dijo en un tono menos “coloquial”, pero aquel desahogo manifestaba la firme e indudable resolución de irse de aquel “infierno”. La respuesta de Juan fue breve y emocionada, pero tajante, dura, definitiva:una mirada lenta, llena de fe y de ternura, al crucifijo que pendía de una pared y presidía sus vidas. Fue bastante. Ella, que seguramente daba vueltas en su corazón a las palabras de Jesús («El hijo del hombre será entregado…»; «Si el grano no cae en tierra y muere, no da fruto»; «Cuando sea levantado todo lo atraeré a mí»; «Quien quiera seguirme que tome su cruz»; «¿Por qué me has abandonado?»), sintió, tal vez avergonzada ante su hijo, sin duda arrepentida ante Dios, la necesidad de empaparse con el bautismo de dolor y de fuego que Cristo había ofrecido y prometido a Santiago y Juan cuando estos le pedían ser virreyes en su Reino.El regalo de la cruz La medida de los santos no la da una conciencia libre de debilidad y de riesgos, sino la grandeza de la respuesta a pesar de la propia pequeñez. «Que pase de mí este cáliz… pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Los grados de semejanza con Jesús son éstos. Y del mismo modo que Jesús decía que caminaba hacia su gloria cuando iba hacia Jerusalén en busca de su cruz, los santos toman como propia gloria la de Jesús, que es el dolor de la entrega. «Cada acción de Cristo es fuente de gloria para la Iglesia; pero la cruz es la gloria de las glorias» escribía san Cirilo de Jerusalén. ¿Entendemos que esto se dice nosotros? ¿Que con nuestra paciencia se completa la pasión de Cristo? ¡Cuánta santidad hay o puede haber en nuestras vidas! Cuando aceptamos las renuncias y la sangre que supone amar. Cuando dejamos que sean los otros (esposo, esposa, hijos…) quienes piden y reciben y nosotros quienes escuchamos y damos. Cuando bebemos en silencio la indiferencia, los desaires, los olvidos, el vacío como pago de nuestra entrega. Cuando sorbemos la amargura del amor propio mortificado. Cuando, como Margarita, una mirada a la cruz nos hace recordar (¿y comprender?) que la cruz es el regalo que Dios hace a sus amigos, sintiendo que esto es verdad, como lo sentía san Juan María Vianney. ¿Qué quedaría de Jesús sin su pasión y muerte? – se preguntaba el humilde Papa Pablo VI. ¿Queda algo de nosotros cuando pretendemos eliminar de nuestras vidas la voluntad de Dios y la cruz que nos hace semejantes a su Hijo?
Alberto García-Verdugo
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