;img src=Marcas/RomboR.gif> ;font color=#CC0000>Willy impresiona por el coraje y la alegría, asombrosos en un muchacho tan joven, que era consciente de que moriría pronto a causa de su gravísima enfermedad. Lo sostenían un inmenso amor a Dios y la abierta simpatía de los compañeros de escuela. Su historia es ejemplar también por el papel desempeñado por sus padres, que supieron actuar como auténticos creyentes ante una prueba que tronchaba de repente los sueños del hijo. Willy, nacido en 1974, era de Guadalajara, México. Francisco y Lily, sus padres, lo habían deseado con todas sus fuerzas. Cuando nació, se dieron cuenta que Dios les había regalado un niño con una sonrisa de ensueño que no perdió, ni en los momentos más trágicos. Pero pronto descubrieron también que parecía nacido para sufrir. Tenía, en efecto, solamente tres años cuando se le diagnosticó leucemia. Y desde entonces comenzó la lucha para sobrevivir: transfusiones, quimioterapia, radiaciones, punciones lumbares, aislamientos. Empezó a manifestarse también el carácter del pequeño: una valentía increíble para su edad. En ese alma cándida, que enfrentaba el mal como un adulto ya curtido, se hizo evidente la presencia misteriosa y tonificante de Dios. Después de tres años de quimioterapia, pareció que se había obrado el milagro y que la enfermedad hubiera sido vencida. Los padres habían celebraron una misa de acción de gracias. Pero el mal volvió, más violento que nunca. No quedaba sino una alternativa, el trasplante de médula, que significaba gastos enormes. La familia lo enfrentó todo, vendiendo hasta la casa con la esperanza del éxito, entregándose a la voluntad de Dios. Willy, que ya había superado la meningitis y dos bronconeumonias, no superó la leucemia. Murió el 1º de julio de 1984. El buen Dios no le había regalado la salud, pero le había dado en grado sumo la capacidad de amarlo en el sufrimiento, la sensibilidad para percibir que cada minuto era un regalo, la fuerza para enfrentar la dolorosa enfermedad sin perder jamás la sonrisa, aunque en el cuerpo llevara la muerte. Él, como un pequeño Pablo, pudo desafiar la muerte: “¿Quién me podrá separar del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús? Ni siquiera la muerte”. Una hermana de la escuela salesiana de Willy recuerda una expresión de él, que sintetiza perfectamente la santidad salesiana: “Quiero ser feliz toda mi vida”. Su secreto y su fuerza han sido la amistad con Jesús, como atestiguan maestros y compañeros del colegio salesiano Anáhuac Chapalita de Guadalajara, donde Willy cursó la primaria. ;img src=Marcas/RomboR.gif> ;font color=#CC0000>Marcela nació en Puebla, México, el 16 de enero de 1967. Debido a la enfermedad temporal de su padre y al trabajo de su madre, se acostumbró pronto al servicio y era ella la que cuidaba de los hermanos. Curado su padre, las cosas volvieron a la normalidad: juegos, pequeños servicios caseros, escuela y estudio. Le concedieron una beca por al gran aprovechamiento de 4º de primaria. Mientras va creciendo se manifiesta su temple de líder. En los cursos superiores será alumna del Colegio “Progreso” de las HMA, donde halla lo que buscaba: el encuentro y el conocimiento del Dios-Amor, presente en todo y en todos. En el colegio queda fascinada por la figura de Laura Vicuña. Un día lleva a casa un cuadro de esta chica y lo cuelga de la pared, pidiendo a la madre que no lo quite nunca de allí: quiere “tener siempre ante los ojos” a su amiga Laura, capaz de dar la vida para la “conversión” de la madre. La beca, ganada con su aprovechamiento, le permite iniciar la escuela secundaria con las salesianas, y al mismo tiempo matricularse en un curso de periodismo por correspondencia para llegar a ser periodista, su sueño. En la escuela es ejemplo de valentía y rectitud, como la vez en que un profesor no es aceptado por las alumnas y se le rebelan hasta el punto de obligar a la directora a intervenir. La directora preguntó los motivos de la “rebelión”. Todas descargaron las culpas sobre el profesor, menos ella, Marcela, que encontró faltas también en las compañeras: con frecuencia desobedecían. Las suyas fueron palabras que cayeron como piedras y cundió el silencio. En mayo de 1981 Juan Pablo II sufrió el atentado que lo hirió gravemente. En la colegio se pensó escribir al Papa para demostrarle solidaridad. Entre las cartas mejores está la de Marcela. En ella se lee: “Si el Señor me llama a seguirlo estoy lista, como la oveja que sigue a su pastor”. Y el Señor no tardará en llamarla. ¿Había tenido algún presentimiento? Al cumplir los quince años, en 1982, se descubrió la causa de unos dolores muy intensos que frecuentemente sentía en el abdomen o en la cabeza: leucemia mieloblástica aguda. Comenzó su calvario. Se vio transformada en una lanzadera entre casa y hospital, con largos períodos de hospitalización y regresos a casa. En el hospital su primer remedio fue la eucaristía, a la que “sus” hermanas no le dejaron faltar nunca. Ofrecía con gozo su sufrimiento, era gentil con médicos y enfermeros, para los pacientes tocaba con gusto la flauta. Todo esto durante casi un año. El 8 de julio de 1983, después de haber escogido los cantos para su propio funeral, que debía celebrarse en la iglesia del colegio, se despidió de parientes, amigos y hermanas que estaban junto a ella. Jesús le había pedido seguirle, como una ovejita a su pastor.

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