Cada ser humano, desde el instante de su concepción es único, cada persona es irrepetible. Lo único y exclusivo, aún en el plano material lo valoramos mucho, decimos que “algo” es original y auténtico, y su precio es altísimo. Pues ¡cuánto más un ser humano! La vida humana vale tanto que no tiene precio: no admite mercantilización. Está dicho en la Escritura: desde el principio con la Creación hasta el final, dando la vida Él mismo para que tengamos vida en abundancia. Dios es la fuente de la vida y vivimos porque él nos la da. Y no es sólo la material, que por supuesto que también, sino su Espíritu en nosotros. El Espíritu de Dios actúa en la historia a través de los corazones de la gente que le hace caso, como María. Lo dice el libro de la Sabiduría 7,27: “entrando en las almas buenas hace amigos de Dios y profetas”. Repasamos algunos ejemplos: Liberó al Pueblo de Israel de la esclavitud (vivir esclavos no es vida) por medio de Moisés, salvado de las aguas, de la muerte (la no-vida) gracias a su madre, las parteras de Egipto (que hicieron objeción de conciencia y no mataban a los niños), a la intervención de su hermana Miryam y a su adopción por parte de la hija del faraón. Los condujo a la tierra prometida, tierra que producía leche y miel (el alimento es vida) por medio de Josué, que pudo entrar en la tierra prometida gracias a la ayuda de Rajab (una mujer cananea). Los profetas, pregoneros de Dios, denuncian las injusticias y defienden la vida de los pobres: los inmigrantes, los huérfanos, las viudas. La constante se repite: Dios necesita en cada momento de la historia, hombres y mujeres de fe, dispuestos a colaborar con Él para llevar a cabo su plan de felicidad para la humanidad: hombres y mujeres llenos de vida plena para siempre. Colaboración real de las personas, no simplemente de “cumplimiento” sino de auténtica y seria corresponsabilidad ya que si el colaborador no realiza bien su parte, el plan no sale lo mismo. Habría que matizar y ser críticos cuando uno dice: “todo depende de Dios”, por si sutilmente se está evadiendo nuestra propia responsabilidad por no hacer todo lo que está en nuestra mano. El momento cumbre de su plan de felicidad para el ser humano es su Encarnación. Quiso que su único Hijo se hiciera uno de tantos para enseñarnos cómo ser de verdad humanos. En definitiva, el modo de conducirnos (camino) correctamente (verdad) para vivir felices siempre (vida eterna). Jesús es el camino, la verdad y la vida; y María la que nos lo señala e indica (haced lo que Él os diga). Podía haber aparecido sobre la tierra de muchas formas, pero eligió nacer de una mujer hebrea: María de Nazaret, Miryam en hebreo. Miryam tenía unos quince años, estaba casada con el justo José. Habían celebrado la primera parte del contrato matrimonial, aunque faltaba la fiesta del traslado de la novia a casa del novio para empezar la convivencia. Y en esos meses antes de la boda, Dios irrumpió en la vida de la joven Miryam pidiéndole el consentimiento para ser la que concibiera y diera a luz al Hijo de Dios al mundo. Para Dios la libertad de la persona humana es inviolable. A través de los acontecimientos, de la oración, de la reflexión, de las necesidades de los demás, Dios nos anuncia su plan y somos nosotros, los que con nuestra libertad decimos “sí” o “no”. María reflexionó y dijo con fe y alegría: “Hágase en mí según tu Palabra”. Un sí responsable y arriesgado a los planes de Dios sobre Ella. A partir de entonces su vida tomó una orientación insospechada: en su seno empezó a hacerse humano el Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. La humanidad nueva, Jesucristo, comienza con Ella y no sin Ella, y ella misma se convierte en humanidad nueva (el ser humano habitado por el Espíritu). Jamás podremos entender del todo este Misterio revelado que confesamos: “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María Virgen”. Ella se expuso incluso a la muerte. Si José la hubiera denunciado hubiera sido apedreada por adulterio. José dio también un salto fuerte en su fe y aceptó a Jesús y a María en su vida. María, una joven mujer es la representante de toda la humanidad que dice “sí” a los planes de Dios antes que a los suyos, y además con alegría. Se fía de Dios; su fe es semejante a la de Abraham, el padre de los creyentes. Ahora es Ella la madre de los creyentes. Con Ella comienza algo nuevo: la humanidad comienza su retorno a Dios y en ella cada uno ha de descubrir la meta de su camino. ¡Feliz la que ha creído! Le dijo Isabel en Ain karem y ella proclamó el Magnificat, su experiencia de fe. Benedicto XVI ha proclamado un Año de la fe, que comenzará el 11 de octubre de 2012, en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, y concluirá el 24 de noviembre de 2013. La fe es un regalo que hay que descubrir, cultivar y testimoniar. Para vivir la belleza y la alegría de ser cristianos auténticos tenemos que “marianizar” nuestra vida y vivir la fe como ella. Ella es nuestra Madre, Maestra y Auxiliadora.
María Dolores Ruiz
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