La vida es algo precioso. Aparece en las últimas etapas de la creación para coronarla. Dios crea al hombre, al ser humano, a su imagen, el más perfecto de los vivientes y le hace el don de su bendición. El hombre está situado en el centro del universo, que existe en función de él, mientras que él no existe más que para Dios, cuya glorificación consiste en una realización plena de sí mismo. La vida es cosa frágil. Todos los seres poseen la vida en precario. Todos están por naturaleza sujetos a la muerte. El hombre como ser corporal, es solidario del cosmos; lo es hasta el punto de que su perfección no consiste en superar “la existencia en el mundo”, un mundo visto como ambiente provisional para una peligrosa y pesada ejercitación del espíritu, sino en humanizar el mundo: “el hombre no es un extranjero venido de otro mundo. Se comprende a sí mismo sólo en la medida en que recapitulando el cosmos, se posesiona de él en cierto modo penetrándolo, lo mismo que se racionaliza virtuosamente el propio cuerpo, del que el mundo aparece entonces como la prolongación” (E. Mounier). La vida es sagrada. Toda vida viene de Dios. Hasta la vida del animal tiene algo de sagrado. Dios, “que no se complace en la muerte de nadie” (Ez 18,22) no crea al hombre para dejarlo morir, sino para que viva. Dios es fuente de vida por eso esta vida se vive enteramente nutriéndose, además de los bienes de la tierra, y más allá de ellos, de la adhesión a Dios “fuente de vida” (Sal 36,10). Ser al mismo tiempo cuerpo y espíritu pone al hombre en el cruce de dos tendencias contrarias: una tendencia a la despersonalización, que querría disolver su individualidad en el fluir de los ritmos naturales y un movimiento de personalización, expuesto a la sugestión del hombre totalmente indiferente a esos ritmos naturales. Ceder a una u otra de estas tendencias significa renegar de uno u otro de los elementos esenciales del propio ser humano. Sólo el hombre que acepta hasta el fondo su realidad de espíritu encarnado posee los criterios para orientarse rectamente en la proyectación de su propia vida. <span class="Estilo2">Vida del hombre, don y tarea</span> El hombre recibe la vida de Dios, como don y como tarea. En cuanto don, exige gratitud; en cuanto tarea, exige compromiso. Con el don de la vida Dios da también el mandamiento de vivir, de honrar la vida y realizarla en todas sus dimensiones. La vida es dinamismo que empuja hacia delante, es esbozo de un proyecto que pide actuarse y perfeccionarse. Querer vivir y quererlo en plenitud es la respuesta que el hombre debe dar a la llamada de Dios. En dicha respuesta está implícito el empeño por salvaguardar la propia integridad física y desarrollar coherentemente todas sus virtualidades. “Querer vivir” cuando la integridad del cuerpo se ve acechada por la enfermedad, supone la voluntad de recuperar la plena funcionalidad del propio organismo. El enfermo, y los que lo cuidan, ha de “referirse continuamente no a su enfermedad sino a su salud y a su voluntad de encontrarla de nuevo” (K. Barth). No podemos saber todo lo que lleva consigo el respeto al valor de la vida humana, pero sí podemos, sin temor a equivocarnos, señalar muchas cosas que excluye la salvaguardia de este valor: suicidio (directo o indirecto), aborto, eutanasia, pena de muerte, manipulación genética… El hombre no es árbitro de su vida, porque no vive para sí, sino para Dios, y delante de Dios no hay vida ni porción de vida indigna de ser vivida, desde el momento en que toda vida viene de él y es conservada por él en el ser. Hoy resulta especialmente amenazadora la instrumentalización que se hace de la vida humana inocente mediante el aborto, propuesto incluso por algunos como medida de contención de la explosión demográfica. La Iglesia Católica considera siempre gravemente ilícito el aborto procurado directamente. En la firmeza de esta valoración no inciden las dudas que se suscitan por varias partes sobre el momento de la hominización del feto. Sigue siendo por lo menos probable que la animación racional se tiene ya desde el primer momento de la fecundación. Por tanto, quien suprime el fruto de la concepción en las primeras semanas de la gestación se declara dispuesto a eliminar a un ser humano.
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