Durante mucho tiempo los miembros de la Iglesia se han dividido en miembros activos y miembros pasivos: a unos les tocaba hacerlo prácticamente todo; a los otros, recibirlo todo más o menos pasivamente. Los primeros pertenecían al clero; los segundos, al laicado. Así se llegó a formar un pequeño grupo de miembros que en la Comunidad eclesial lo pensaban todo, lo sabían todo, lo decidían todo, lo orientaban todo, lo llenaban todo. Y otro grupo, enormemente grande, casi el noventa por ciento del total, que en la práctica era como si no pensaran nada, no supieran nada, ni se enteraran de nada, ni pudieran decidir nada en ningún orden de cosas. Tenían sencillamente que dejarse guiar más o menos pasivamente por el pequeño grupo de los dirigentes.Exigencia de corresponsabilidadEsta situación, que ha cuajado hasta hacerse lógica y normal en la conciencia de la Iglesia, ha durado siglos. No es de extrañar que, cuando el Concilio Vaticano II afrontó los temas centrales para la renovación en profundidad de la Iglesia, uno de los que apareció con mayor urgencia fue precisamente el de la corresponsabilidad entre todos los miembros de la Iglesia.El descubrimiento de esa exigencia de corresponsabilidad no fue por parte del Concilio un gesto de oportunismo eclesial como si se tratara simplemente de ceder al sentido democrático que tiene hoy la sociedad, ni tampoco de suplir a la escasez de miembros del clero. Hay una razón mucho más honda y radical para impulsar el despertar de la corresponsabilidad dentro de la Iglesia: es lo que se conoce en el argot teológico como eclesiología de comunión. La idea es sencilla y profunda al mismo tiempo. Si San Pablo enseñó que la Iglesia es, al mismo tiempo, el Pueblo santo de Dios y el Cuerpo místico de Cristo, resulta del todo lógico pensar que en un Pueblo no puede haber miembros puramente pasivos y otros que lo hacen todo. Como, de igual forma, en un Cuerpo no puede haber miembros que no tienen función alguna que realizar mientras que pocos lo realizan todo. Para que el organismo se desarrolle en toda su plenitud todos deben realizar funciones de diversa importancia pero complementarias: ¿quién puede vivir sin corazón?, ¿y sin pulmones?, ¿y sin riñones?, ¿y sin cerebro?. “Los miembros, dice el apóstol Pablo, aun siendo muchos forman un solo cuerpo: para eso nos bautizaron con el único Espíritu y para eso derramaron sobre todos un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo”.Cooperar en la misión comúnNo es por tanto cuestión de oportunismo o de simple ceder a la corriente democrática de la sociedad actual. Es cuestión de ser fieles a una de las líneas de fuerza que constituyen la vocación cristiana: la comunión entre todos los miembros de la Iglesia. Esta comunión lleva de forma natural e irrenunciable, a la corresponsabilidad. Así lo reconoció el Concilio Vaticano II. Después de recordar a los Pastores “que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo” sino que deben hacerlo “de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común” (LG 30), sigue precisando el Concilio que, “conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, los laicos tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia. Esto se haga, si las circunstancias lo requieren, a través de instituciones establecidas para ello por la Iglesia, y siempre en veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de su sagrado ministerio, personifican a Cristo” (LG 37). Se ha acabado, pues, oficialmente en la Iglesia, la división entre miembros activos y miembros pasivos; entre miembros vivos y miembros atrofiados; entre miembros que piensan y miembros que abdican de su pensamiento; entre miembros responsables y miembros que, por principio, hacen dejación de su responsabilidad.La Iglesia, casa de comuniónEn esta misma línea se posicionó el Sínodo de los Obispos convocado por Juan Pablo II en 1985 para evaluar los frutos del Vaticano II en la vida de la Iglesia. “La eclesiología de comunión –dijeron en aquella ocasión los Obispos- es una idea central y fundamental en los documentos del Concilio”. Desde su celebración “se ha hecho mucho para que se entendiera más claramente a la Iglesia como comunión y se llevara esta idea más concretamente a la vida”. De esta profunda comunión tienen que partir los compromisos concretos de todos los miembros de la Iglesia para realizar, cada uno según su vocación, la Misión que Cristo confió a toda la Comunidad eclesial. Si como afirmó Juan Pablo II en la Exhortación conclusiva del Año Jubilar (2000) el gran desafío que tenemos los cristianos en el milenio que comienza es “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo”, esta misma es la razón para hacer de la Iglesia una comunidad de miembros corresponsables.
Antonio Mª Calero
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