Un mirlo es mucho en la vida de un muchachito de diez años. Y más si vive en un lugar solitario como I Becchi, donde estaba la casa de Juanito Bosco. Consiguió hacerse con uno al que metió en una jaula creyendo ingenuamente hacerle feliz, cuidó, hizo amigo, enseñó a modular alguna nota y… se encontró deshecho un día al volver de la escuela. El gato había sido el autor de aquel desastre. Cuando Juan Lemoyne cuenta esta anécdota añade que Juan lloró desconsoladamente y pasó varios días en amargura. Y también que “hizo el propósito de no apegar su corazón nunca más a ninguna cosa de esta tierra”. Puede ser. Fuese como fuese, nos puede ayudar a ver en este menudo episodio un bosquejo de la existencia de Don Bosco y los rasgos de una personalidad riquísima en sentimientos. “Salvar el alma”Toda su vida, desde el desgarro en la muerte de su padre, a los dos años, fue un rosario de afecto. Recordemos una vez más el hecho con sus palabras: “Todos salían de la habitación del difunto, pero yo me quería quedar por encima de todo. – Ven, Juan, ven conmigo – repetía mi afligida madre. – Si no viene papá, no quiero ir, respondí. – Pobre hijo mío, dijo mi madre, ven conmigo, tú ya no tienes padre. – Al decir esto, rompió en un sollozo, me cogió de la mano y me llevó a otro sitio, mientras yo lloraba porque lloraba ella. Porque a aquella edad no era capaz de comprender la grave desgracia que supone la pérdida de un padre”. Tuvo un temperamento vivo y creativo. Se abría a una relación inmediata y sincera con todos. Vivía la amistad como un deber hacia los otros. Y en todo descubría el tesoro precioso de la vida. No sólo la de un mirlo al que quería, la de sus primeros amigos en su terruño y compañeros sucesivos de clases, sino también la de personas mayores que le acogieron, le ayudaron y le hicieron posibles sus estudios. Y fue fiel a esas relaciones. Mucho más tarde, llamaba la atención en el Oratorio de Valdocco el afecto con que acogía en las fiestas principales a aquel niño de cinco años, Jorge Moglia, al que había cuidado medio siglo antes en la granja de su familia. Toda su vida fue un esfuerzo gigante por rendir culto a la vida. A esta vida de ahora, a la que encontraba sin sentido si no se la veía como el ensayo de la vida futura. Y, en un horizonte siempre presente, a la vida futura que será su corona en la plenitud de la Verdad. “Salvar el alma” (expresión que a algunos les suena mal porque suena a viejo) era su única misión. Es decir, poner todas sus fuerzas en ayudar a entregar sin reservas a Dios las vidas que él ya ama y habita en el presente. “Salvar” el alma es salvar la vida. La vida es el “yo” de cada uno. La vida no es nunca vieja. Como no es nunca viejo el “yo”. Y salvarla no es un reto. Es portarse ante ella del único modo posible, como ante lo más alto del hombre: venerarla en sí mismo y en los otros como se venera todo lo que viene de Dios. Más aún, es el modo de llegar al Dios más cercano, el que está en nosotros. Don Bosco, que tuvo siempre ante su vida la perspectiva del Infinito, veía en cada uno de sus muchachos la presencia de Dios que los amaba. Luchó por no ser nunca esclavo de “las cosas de esta tierra”. Pero se hizo servidor de los tesoros de la “tierra nueva”. Vio en cada muchacho que llegaba hasta su corazón un proyecto amado por Dios y animado por él. Vivió para ayudar a Dios a hacer digna la vida de sus muchachos como ciudadanos, buscando hacerla buena como cristianos.
Alberto García-Verdugo
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