Me llamo Fernando López Cabello, soy de Zamora y tengo 27 años. Mi familia me educó como cristiano y el Centro juvenil me encauzó en mi juventud. Descubrí una vida sencilla en la que lo importante son los demás. Con los campamentos, las actividades en el tiempo libre, las campañas sociales… creció el espíritu crítico y, al mismo tiempo, la fe. En 1998 conocí un grupo de gente que se reunía para hablar de la pobreza y compartir sus experiencias de voluntariado. Me enganchó. Ahora llevo casi 4 años siendo el coordinador seglar de mi CJ. Trabajo a diario con jóvenes en proyectos sociales, pero algún día, volveré al mal llamado Tercer Mundo, para colaborar, aunque solo sea para contar esto y ayudar a alguien a pensar… ;font color=#CC0000>La experiencia Cuando llegué a Bolivia, sentí un montón de cosas. Recuerdo la llegada al aeropuerto, noté la profunda impresión de escuchar por primera vez a Unai, al ver a las mujeres ataviadas con telas de colores, tocadas con bombines, y niños a la espalda. Me impresionó también la policía, y la maraña de gente entre los coches y los perros que había por todas partes. Ese fue el primer choque, que me cambió los esquemas de todo lo que yo esperaba. La gente era extraordinariamente amable y educada, no creí sentirme extranjero, salvo por alguna circunstancia puntual. Pude observar lo oprimidos que están, sobre todo la gente del campo. La gente que conocí, tenía mucho menos, y muchos más problemas que cualquiera de las personas con las que me relaciono en España, pero nunca podré decir que sean menos felices. Cuando nos recuperamos del mal de altura, lo primero fue adaptarnos a la vida comunitaria de los Salesianos y sus horarios. Nuestra labor allí, fue fundamentalmente pastoral, yo me impliqué en la vida del Oratorio y del Centro Juvenil. Aprendí muchísimo de los chicos, los animadores, la pobreza, la falta de medios. Y también del hermano Franz, pastoralista del Centro juvenil y de la escuela, del incombustible Unai, también recuerdo a mis compañeros de fatigas y viajes Carlos Santín, el incansable maño con quien tanto reí, a Míkel, un ejemplo hecho realidad y a “Zipi”, mi inseparable amigo Javi, con quien forjé amistad para siempre. El choque cultural es duro, pero lo es más el choque de la pobreza; allí la dimensión de lo social tiene otro sentido. Todo se agudiza, hay una cantidad tan inmensa de gente cuyos problemas truncan sus vidas que a veces uno tiene la tentación de inclinarse ante el desánimo. Pero frente a esta realidad, he conocido gente que dedica su vida a los demás y esa es la solución que cada día salva las vidas de muchas personas, o las hace más dignas. Yo no soy nadie especial, pero he aprendido a ser sensible a los demás, a ver a todos como hermanos, aunque no tengan mi cultura, edad, color o costumbres. Desde mi experiencia y no resignándome a vivir en un mundo injusto, invito, a quien lea esto, a que se implique, porque hay gente que sufre, y mientras esto ocurra no debemos vivir como si no pasase nada. Merece la pena implicarse, y vivir para los demás.

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