Los expertos tienen difícil a veces pronunciarse a favor o en contra del crecimiento de los hijos en una familia en la que ambos padres trabajan fuera, pero está claro que torturarse con sentimientos de culpa puede ser destructivo, tanto para los padres como para los niños. Los padres que trabajan por necesidad se tranquilizan pensando que sus hijos comprenden el sacrificio que están haciendo. Si no inmediatamente, por lo menos cuando hayan crecido. No es malo apreciar el trabajo, el nivel social y el dinero que así se obtienen. Muchas madres que trabajan se sienten culpables, sin embargo, porque, de este modo, privan al hijo de su presencia dejándolo, quizás, al cuidado de los abuelos. Con sentimientos de culpa, hay la tentación de malcriar a los hijos y es difícil ser severos con ellos cuando hace falta. Por otro lado, dar a entender que el trabajo pesa empeora aún más el problema. Los padres que estiman su trabajo, o que aprecian los beneficios que éste aporta a la familia, deben hacerlo saber a los hijos.Pero lo importante es que los hijos sepan siempre que se les ama más que el trabajo. Puede parecer obvio, pero no lo es. Ya se sabe que el amor no es solo un sentimiento interior, sino también donación. A veces, el trabajo absorbe tanto a los padres, que terminan dedicando a los hijos el poco tiempo que les sobra, descargando sobre ellos el nerviosismo, la impaciencia y la apatía causados por el cansancio. En parte es cuestión de tiempo, sobre todo si se trabaja la jornada entera. Son pocos los que se sienten en forma por la mañana, cuando están continuamente luchando contra el tiempo, o por la tarde, cuando, en todo el día, no han hecho otra cosas que obedecer órdenes. Pero en casa hay que aprovechar bien el tiempo que se está con los hijos. No es necesario inventar nada. Basta centrarse en los miembros de la familia en lugar de en el periódico o en la televisión.Conviene además recordar el viejo adagio: «Cuando el trabajo es un gusto, la vida es un gozo. Cuando el trabajo es un deber, la vida es una esclavitud». Hace falta enseñárselo a los hijos. No se trata de sermones o historietas sobre el abuelo que trabajaba como minero veintidós horas al día siete días a la semana. Se trata de enseñarles a realizar actividades específicas en la casa, permitirles colaborar con el padre o la madre mientras cargan el lavaplatos, pasan la aspiradora, limpian el baño, cambian el aceite del coche o cuidan el jardín. Indicarles cómo se hace, invitarles a aprender. Es una enseñanza “sobre el terreno”. Ofreciendo a los hijos las habilidades necesarias para desarrollar varios trabajos e infundiéndoles confianza en sí mismos, los padres eliminan uno de los obstáculos más serios de la armonía familiar.Hoy es difícil dialogar serenamente con los hijos sobre el “trabajo”. La cuestión del dinero puede pasar al primer plano. En nuestro modo de ser la expresión “lugar de trabajo” se ha vuelto sinónimo de sueldo. Lo cual es justo. Pero es también justo no convertirlo en la razón primera de la vida. Para muchos, por desgracia, es así. En este momento la expresión que mejor se lleva con “lugar de trabajo” es “hombre de éxito”, es decir, rico. El mito del éxito es paralelo al de la riqueza, y los jóvenes piensan que es lo más importante de la vida; que la finalidad de ésta sea la conquista del mayor número posible de admiradores y seguidores…de cualquier cosa que se haga y de la manera que sea. Los muchachos con padres normales ¿qué piensan, sometidos a semejante apología del éxito? ¿Que los padres no valen nada? ¿Que no deben ser gran cosa, cuando nadie va extasiado delante de ellos? Situación desagradable, indudablemente. Añádase que esos mismos padres, de poco valor para el hijo, lo exhortan a “abrirse camino”, para “llegar a ser alguien”. ¿Y por qué – podría preguntarse el hijo – no lo han hecho ellos?Esto hace difícil a veces formar los hijos a la “laboriosidad.” Virtud hoy poco de moda, que, sin embargo, ocupa un espacio importantísimo en la pedagogía de don Bosco, y que sobre todo los padres pueden razonablemente “inculcar” en los hijos. Nace de la creatividad y de la decisión de encarar la realidad; se alimenta de fortaleza, responsabilidad, perseverancia y sentido del deber; exige paciencia, atención, aprendizaje. Los niños y los muchachos encierran semillas de capacidad, ingenio, habilidad, intuiciones que, para germinar y crecer, exigen verdaderas motivaciones (y éstas no pueden reducirse solo a la ganancia o al éxito) y disciplina. Para todo ello hacen falta buenos maestros y buenos padres.
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