El mes de junio pude viajar a Rio de Janeiro para reunirnos con los salesianos de allí de cara a poner en marcha un proyecto de Misiones Salesianas. Cuando uno escucha Rio de Janeiro, lo primero que le viene a la mente son las imágenes repetidas en cientos de postales y telediarios del Cristo de Corcovado, la playa de Copacabana llena de gente jugando al fútbol o tomando el sol o las impresionantes vistas del Pan de Azucar firme como un faro frente a la bahía de Guanabara. Imaginad lo difícil que es para una persona de 26 años explicarle a sus amigos que se marcha a Rio a trabajar y no a disfrutar de unas vacaciones encubiertas. Creo que aún a día de hoy, habiéndoles enseñado cientos de fotografías, todavía les cuesta creer que fui allí para trabajar. Y es que hay sonrisas que sólo pueden transmitir la alegría de alguien que vuelve de haber disfrutado de unas vacaciones, de alguien que se ha olvidado por completo de la rutina diaria y que simplemente se ha preocupado de ser feliz. El 12 de junio, yo, era un verdadero flan. Me marchaba al día siguiente por la mañana y no era mi primer viaje en avión, ni mi primer viaje de trabajo. Simplemente era que ese viaje significaba para mí un sueño, tras tantos artículos escribiendo sobre la labor de los misioneros salesianos en todo el mundo, por fin iba a poder escribir en primera persona. Y aquí me tenéis dándome el gustazo de escribiros desde lo que yo he podido ver, y sobre todo de lo que he podido sentir. He tenido la suerte de no ir sólo, conmigo viajaban el Procurador de Misiones Salesianas y un compañero. Un grupo humano que de antemano ya sabía que me iban a facilitar mucho el trabajo e iban a poner un poco de seriedad allí donde mi juventud me guiara por el sentimentalismo o la dispersión. Una vez aterrizamos en Rio de Janeiro todo ese cosquilleo en el estómago se transformó en ilusión, la incertidumbre ya era certeza, había cruzado el charco y sólo me quedaba sentir la ciudad. Dentro de Rio podríamos decir que existen diversas ciudades, o al menos eso percibí yo. Está el Rio del que antes os hablaba, el de las postales, el de los paisajes preciosos, las terrazas donde poder disfrutar de una caipirinha fresquita y las playas de arenas blancas. Existe el Rio de los negocios, una ciudad moderna donde el tráfico es caótico y las calles y restaurantes de la zona se pueblan de gente encorbatada a la hora de comer, gente que habla como loca por el móvil como si de cada llamada dependiera la vida de una persona. Y por último existe el Rio del que yo me enamoré, el de la gente sencilla, de la gente humilde que lucha cada día por salir adelante y que es, el que a veces asoma la cabecita en las postales en medio de esas montañas que nacen frente a la playa y que se encuentran pobladas de pequeñas casas de chapa o madera, el Rio de las favelas. El Rio en el que trabajan los misioneros salesianos. Una de las favelas era nuestro primer destino, bueno a decir verdad, fue el Centro Juvenil de Riachuelo, un lugar destinado a ofrecer a los niños de la favela de Jacarezinho de un lugar seguro donde encontrarse con gente de su edad, poder realizar actividades de ocio que a su vez les formen en valores y les preparen para tener un futuro mejor. Las actividades en el centro se realizan combinadas con la escuela formal, es decir, si los chavales acuden a clase por la mañana, acuden al Centro Juvenil por la tarde y viceversa. Hay que recalcar aquí que uno de los principales problemas que tienen estos chicos y chicas es la falta de lugares de ocio, puesto que en la favela el único sitio donde divertirse son los bailes. Los bailes no son lugares seguros para los pequeños, los organizan los narcotraficantes de las favelas para captar desde edades muy tempranas los jóvenes e introducirlos en la rueda de su mercado como consumidores. La dictadura del número máximo de palabras que entran en este artículo no me permite escribir mucho más, prometo continuar con este relato hablando de lo que la sonrisa de esos chicos, habitantes de una de las zonas más pobres que he podido conocer me hizo sentir. Pero sí puedo decir que lo que allí vi fue maravilloso, la alegría se desbordaba en cada niño y niña que a diario viven situaciones que harían llorar a quienes quieran conocer sus vidas. Alegría que era el reflejo del cariño y del amor que los educadores salesianos derrochaban en esos niños.
Lorenzo Herrero
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