;img src=Marcas/RomboR.gif> ;font color=#CC0000>Renato (1919-1944) estudió en el colegio salesiano de Valsálice. Fue muy admirado por su alegría constante, su entrega, su entusiasmo en las actividades, su santidad de vida. Testimonió su fe con tanta convicción que se ganó el aprecio, incluso, de quien no compartía su credo. Llamado al ejército como subteniente de Alpinos, en 1943 fue deportado a Alemania y el 22 de abril de 1944 fue asesinado. Sepultado con honores militares en el cementerio del campamento, su cuerpo fue trasladado a Italia en 1967. Ahora descansa junto a sus padres en Sangano (Turín). Era un muchacho como muchos: corazón grande y sonrisa límpida. Gentil, simpático, alegre, servicial, estudioso… los adjetivos podrían continuar. Le gustaba la bicicleta y la montaña, estar entre la gente, en la parroquia y con los jóvenes, hasta conmoverse cuando encontraba a muchachos infelices, solos, sin nadie que se preocupara por ellos. En Valsálice es recordado como “el mejor de los alumnos”. Tenía palabra fácil y mente rica en ideas. Un joven vivo. ¡Un joven santo! “Se percibía en él la pureza del alma, la fe cristalina, el gozoso optimismo de una floreciente juventud… Atraía y convencía, era fuerza que movía nuestra parroquia”, dice una chica de Sangano. Sentía la responsabilidad, tenía el sentido del deber y exigía de amigos y colaboradores la misma actitud. Solía repetir que no se puede ser cristiano verdadero sin ser hombre verdadero. También durante la guerra se mostró responsable y decidido, y llevó a los compañeros de armas el ardor de su alma cristalina. Organizaba encuentros de cultura y oración, se acercaba con su amistad contagiosa a tantos jóvenes que sentían la llamada de su ideal. Después del armisticio, en 1943, fue deportado a Alemania, en el campo de Luckenwalde, después a Przemyls en Polonia. No se desalentó: estudiaba historia, meditaba con libros de espiritualidad, llevó también un diario y comenzó a escribir un libro. Pero sobre todo continuó su apostolado: consolar, aconsejar, ayudar a quien lo necesitara. El 21 de abril de 1944 dijo al capellán del campo, Padre Mario Besnate, salesiano: “Padre, si tuviera que morir mientras sigo preso, le aseguro que no tendría ningún rencor contra los alemanes”. El día siguiente quiso ir al campo de al lado para llevar las hostias y visitar a un enfermo. Presentó el salvoconducto al centinela, que lo hizo pedazos sin mirarlo, ordenándole volver inmediatamente a su barracón. Renato dio la vuelta y el centinela le disparó a quemarropa por la espalada. ;img src=Marcas/RomboR.gif> ;font color=#CC0000>Sígmund nació en 1976, hoy tendría 28 años. Único varón de cuatro hijos, creció en una familia excelente. Ya desde la Primaria fue alumno del Don Bosco de Mandaluyong. Además de vivir muy cerca, los padres pensaron que la escuela salesiana podía ofrecerle buenos cimientos humanos, morales y espirituales. Allí Sígmund obtuvo varios certificados de excelencia en religión y un premio como la persona más simpática. Era socio del Club “Amigos de Domingo Savio”, del grupo “Apóstoles de los Compañeros” y participaba en la escuela de animadores. En 1992 la familia se trasladó a Canadá. Sígmund impresionó a los profesores de Toronto por su rendimiento, a los compañeros por su bondad y disponibilidad, y en poco tiempo se transformó en líder. Entre otras cosas se distinguió como “un fantástico jugador de baloncesto”, hasta el punto de entrar en el equipo del Duke, del que llegó a ser el mejor jugador. Pero la vida no era fácil en Canadá y Sígmund decidió… ayudar: “Mamá, repartiré periódicos en la zona para ayudarte en los gastos”. “Buena idea, hijo, ¿pero estás seguro que no te avergonzarás?”. “¿Y por qué?”. Más tarde, para aliviar los costos de la universidad, trabajó en un restaurante de comida rápida y lavó los platos en una casa para ancianos. A los 22 años, ya graduado, encontró trabajo como analista de materiales, demostrando seriedad, competencia y decisión. El presidente de la compañía lo llamaba “Gran Persona” y “Pequeño Presidente”. Y cuando parecía que se encaminaba a una vida de éxito económico y social, le diagnosticaron la enfermedad. Al volver de la oficina, una tarde de febrero del 2000, advirtió un dolor intenso en el estómago: cáncer de colon. Preocupación, lágrimas, oraciones… la operación. El veredicto del cirujano fue inapelable: “Lamentablemente está en metástasis”. El mal se precipitó. El salesiano que le administró la unción de los enfermos de los enfermos lo encontró sereno. Su gran fe lo llevaba a consolar a los suyos, en vez de a quejarse. Todos –médicos, enfermeros, enfermeras y pacientes– lo llamaban “muchacho especial”, y las visitas no terminaban nunca. Estaba firmemente convencido de que Dios daba un sentido a su sufrimiento. En el informativo salesiano de Canadá (junio de 2000), el Padre José Occhio escribió: “Hoy , 14 de junio, celebraré la misa por el eterno descanso de Sígmund Ocasion. Hace tres meses descubrieron que tenía un tumor terminal. Ha sido un ejemplo luminoso del éxito de la espiritualidad salesiana: su serenidad, valentía y paz hasta el momento de la muerte me han hecho recordar a Domingo Savio”.

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