Amigos lectores, el día 2 de diciembre de este año 2007 los cristianos celebramos el primero de los cuatro domingos que preceden la celebración de la Navidad. Con él inauguramos el tiempo conocido en la Liturgia cristiana como tiempo de Adviento. Sabemos que el cristianismo no es tanto una doctrina -y menos aún una ideología-, cuanto un acontecimiento. Jesús no escribió libros: nos transmitió su mensaje con la propia vida, con sus criterios, actitudes y comportamientos. El cristianismo es historia; historia de salvación en la que Dios irrumpe en el devenir de la humanidad de una manera inaudita con la encarnación y nacimiento de su Hijo. En Él Dios se pone al lado y de parte del ser humano, lo rescata de la postración en que lo había sumido el primer Adán y lo sitúa de nuevo en la senda que conduce a la cumbre de su exaltación total, haciéndolo hijo en el Hijo y dándole parte en la herencia misma de Cristo, Unigénito del Padre.La Iglesia, comunidad de los discípulos de Jesús, celebra en su liturgia, de manera mistérica y continuada, la historia fascinante del amor de Dios a la humanidad, y se hace memorial de la misma a lo largo del año litúrgico, el cual abre sus puertas con el tiempo de Adviento.No voy a entrar en la cuestión de los orígenes del Adviento, que no están perfilados con exactitud. Me limitaré a indicar que él marca el inicio del año litúrgico en todas las confesiones cristianas, y que mi intención al escribir estas líneas, es poner de relieve, aunque no de manera exhaustiva, el sentido y la espiritualidad tanto de este tiempo litúrgico como del de Navidad.
Jesús Guerra Ibáñez
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