Podría comenzar este texto parafraseando al reportero de National Geographic Diego Buñuel diciendo: “No le digas a mi madre que estuve allí”, pero creo que a la vez que estas líneas lleguen a sus casas llegarán también a la de ella. Sin embargo, la necesidad de contar determinadas experiencias es mucho más fuerte que el miedo al reproche por la inconsciencia y la temeridad en medio de cualquier comida o cena familiar.
Otra vez Brasil, otra vez acompañado de mi compañero Juan Ramón, otra vez a disfrutar del trabajo que los centros juveniles, las escuelas y los centros sociales realizan con los niños y jóvenes más desfavorecidos de Río de Janeiro y São Paulo. Pero esta vez iba a ser diferente… Tras aquella experiencia, que creo haberles narrado alguna vez, en la que al entrar en una de las favelas, Jacarezinho, fuimos apuntados con una pistola antes de preguntarnos dónde nos dirigíamos, teníamos una cuenta pendiente con esas comunidades marginales cariocas. Nunca habíamos paseado por sus calles, nunca nos habíamos separado más que unos pocos metros del centro salesiano donde realizamos nuestro trabajo. Nuestro conocimiento del entorno era de oídas, por lo que educadores y niños nos contaban, y por lo que veíamos a través del coche mientras nos dirigíamos allí. Pero la oportunidad se presentó y la visión que tenía de estos asentamientos ilegales cambió súbitamente al caminar por sus intrincadas callejuelas por donde, la mayoría de las veces, no podrían cruzarse dos personas de frente.
Son muchas las vicisitudes que pueden acontecer cuando una persona que lleva un cartel de “guiri” en la frente (el color de piel, la ropa y la cámara de fotos no dejan lugar a especulaciones) pasea por la favela. Nuestro pequeño viaje iniciático tenía dos puntos a favor de nuestra seguridad, en primer lugar íbamos acompañados de la Asistente Social del Centro Salesiano, y en segundo, aunque este la verdad es poco relevante, existe una estación de policía dentro de Jacarezinho. Digo que este punto es menos importante puesto que la entrada de la policía en Jacarezinho, con 100.000 habitantes la segunda comunidad más grande de Río, no sólo no ha traído mejoras sociales, ha sembrado el caos. El narcotráfico sigue existiendo pero se ve menos, las armas siguen existiendo pero se ven menos, y los lugares más inseguros de todo el complejo suelen ser dónde se encuentra la policía patrullando, lugares a los que se desaconseja ir cuando ellos están por los posibles conatos de violencia y tiroteos. Como ejemplo de este caos puede valer que he podido disparar fotos en cualquier lugar de la comunidad, como mucho alguien me llamó gringo de manera amistosa (si hubieran dicho alemão me estarían denunciando como soplón y hubiéramos tenido un problema), pero en los alrededores de la estación de policía lo tuve terminantemente prohibido, la asistente social nos comentaba que por los abusos que las fuerzas de seguridad cometen habitualmente.
Pasear por la favela cambió la visión que tenía de ellas debido a películas como Ciudad de Dios o Tropa de Élite, la favela es una ciudad dentro de la ciudad. A medida que íbamos recorriendo los becos que la conforman me daba cuenta de que el pequeño comercio estaba hiperdesarrollado: bares, tiendas de ropa, pollerías, pescaderías, bazares… Pero mi gran sorpresa llegaría al entrar en lo que Adriana, la asistente social, llamó la calle comercial. Allí se congregaban desde tiendas de venta de ordenadores, de repuestos para el coche, ópticas hasta, y esto sí que fue lo que más llamó mi atención, una agencia de viajes. Adriana debió captar mi sorpresa pues con una certera frase me definió la situación: “Son pobres pero no es África”.
Son pobres pues sus casas están construidas sobre terrenos invadidos sin ningún plan urbanístico, son pobres pues los servicios de limpieza no los añade en sus rutas, son pobres porque la prefectura de Río de Janeiro se ha olvidado de ellos, lo importante es que no se les vea y no mejorar su calidad de vida. Son pobres pero, la mayoría de ellos trabajan, bien sea dentro de la economía formal o informal. Son pobres porque crecen rodeados de violencia, en un entorno donde la autoridad es el narcotraficante, que ofrece trabajo a los niños y que les inicia en el consumo de la droga. Pero principalmente son pobres porque no tienen oportunidad de salir de ese círculo vicioso, de progresar, de formarse, de encontrar un buen empleo. Sin embargo, los Centros Salesianos son un oasis en ese desierto, el que esto escribe lo ha visto y puede dar fe de ello, historias de éxito que llevan a jóvenes de una favela a la universidad, a ejercer la abogacía o la medicina, incluso a disfrutar de una beca en la Universidad de París. Pero eso llegará en otro momento, por ahora siguen siendo pobres, pero no es África.
Lorenzo Herrero
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