El 7 de diciembre de 1887, llegaron al Oratorio de Turín, procedentes de Chile, los abogados, Barros, Cox y Méndez. Uno de ellos describe su encuentro con don Bosco: «Don Bosco estaba sentado en un modesto sofá; tenía la cabeza inclinada, los ojos llenos de lágrimas y el semblante iluminado por una sonrisa celestial. Ya no puede arreglarse ni caminar solo. Caímos de rodillas los tres ante él. Le besamos la mano con respetuosa veneración. El estrechó fuertemente las nuestras durante unos instantes, mirándonos fijamente a uno después de otro, con una mirada que no era humana y que producía verdadero gozo». Él empezó a hablar en voz baja y débil: ¿Ustedes son abogados? También yo soy abogado…contra el demonio. Hemos combatido noche y día durante mucho tiempo. Yo le he propinado buenos golpes, pero él también me ha zurrado. Vean el mísero estado en que he quedado. Al ver que don Bosco estaba muy cansado se despidieron, encomendándolo a las oraciones del Papa. – Ay, no, señores míos, respondió don Bosco, no se rece para que yo pueda sanar. Pídase para que pueda tener una buena muerte, porque así iré al Paraíso y, desde allí, podré ayudar mucho mejor a mis hijos y trabajar para la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas. El periodista Barros, padecía de una artritis dolorosa que le atormentaba especialmente las manos, tanto que, apenas escribía una cuartilla, debía suspender el trabajo, porque se le quedaban paralizados los dedos y el brazo. Don Bosco le tomó las manos y, después de estrechárselas por un largo espacio de tiempo, le dijo: – Usted está curado, pero sentirá siempre algún dolorcillo para que recuerde la gracia que le ha hecho la Virgen. Cuando se retiró a su habitación, escribió a su esposa, y pudo redactar una carta de veinticuatro páginas. Desde entonces, nunca más tuvo la mano inservible. Nuestros visitantes se asombraron, al encontrar, como novicio salesiano, a un paisano suyo, don Camilo Ortúzar, de Santiago, que había venido a Europa con intención de hacerse Jesuita, pero, siguiendo el consejo de su madre, que vivía en París, fue a consultar primero con don Bosco. Apenas oyó sus primeras palabras, le cortó preguntándole a quemarropa: -¿Y por qué no se hace salesiano? – La verdad es que nunca he pensado en ello, respondió. -¿Desea usted trabajar, no es cierto? Pues bien, aquí encontrará pan, trabajo y paraíso. Don Bosco, lo invitó a comer. En la mesa quiso que se sentara a su lado. Don Camilo, que no había dado importancia a las palabras oídas poco antes, volvía, de vez en cuando, a su tema de los Jesuitas y del noviciado, pero don Bosco le susurraba siempre el mismo estribillo: – Pan, trabajo y paraíso: he aquí tres cosas que puedo ofrecerle en nombre del Señor. Ortúzar, después de reflexionar, aceptó. Entonces don Bosco le dijo: – Don Bosco morirá pronto, pero está aquí don Miguel Rúa en su lugar. El se encargará de darle el pan; trabajo ciertamente no le faltará; y don Bosco espera llegar antes que usted al cielo para reservarle de parte de Dios el paraíso. El primer pensamiento de don Camilo fue regresar a París para explicar a su madre el cambio y recoger su ajuar personal, ya que sólo había llevado consigo lo puesto. Pero don Bosco le dijo: – Esté tranquilo, su señora madre aprobará con agrado su resolución. Vaya, sin más, donde le reclaman sus nuevos deberes y tenga por seguro que nunca se arrepentirá de haber obedecido como un buen soldado del Señor. Acompañado por don Julio Barberis, aquella tarde, se encaminó a Valsálice para empezar su noviciado. (MBe. XVIII, 364)

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