Una ciudad española. El Metro. Personas que van y vienen, con sus historias, sus prisas, sus trabajos, sus ilusiones…. Las luces de neón dan ese aire impersonal y gris al que estamos acostumbrados. Las edades, las razas, las formas de vestir tan plurales son un testigo de la diversidad de nuestra sociedad.Un grupo de periodistas y sociólogos montan un sencillo experimento. Lo han preparado concienzudamente: van a poner al cantante de un grupo musical importante en un rincón del Metro pertrechado de una guitarra y de su voz, sin focos, watios, vestuario, coreografías ni colores. Él sólo, con su guitarra. Y comienza a tocar. Nadie se para. Su voz comienza a oírse claramente. Todos caminan…algunos miran y siguen caminando. Hay quien no se ha parado pero cuando ha caminado unos pasos más, vuelve hacia atrás y le mira diciendo: -se parece, pero no puede ser, y continúa su camino. Alguna persona se detiene y echa unas monedas casi sin mirar.Y así van pasando las canciones, las horas y las personas. La gente va, parafraseando a Miguel Hernández, de su corazón a sus asuntos. Los que han montado el experimento han ido observando con mucho detenimiento y tomando notas. Al final, el cantante recoge su guitarra, la guarda en la caja en la que le han ido echando las monedas y se va con la música a otra parte. El resultado: 0,71 € por otra trabajada. Si hubiera estado 8 horas cantando hubiera sacado un sueldo de 5,68 €.Era el 26 de abril de este año en la estación madrileña de Bilbao. El músico, Nacho Campillo, del grupo Tam Tam Go. Hablar menos, escuchar másEl Metro de las grandes ciudades es, ciertamente, un reflejo de algunas actuaciones sociales. Yo me pregunto: ¿qué oímos?, ¿qué escuchamos?, ¿dónde ha quedado el poder de la narración, el hechizo del susurro, el arrullo del recitado, el talento de la proclama o la fuerza del silencio?, ¿qué hemos hecho con la capacidad para pararnos a escuchar no sólo las palabras sino el corazón de las palabras? Vivimos en una sociedad mediática. Cada día son más los jóvenes que en el Metro y en la vida entran pertrechados de sus auriculares, aislados de la gente, sumergidos en músicas que vomitan sus MP3. Cada vez son más los mensajes, los SMS, las llamadas perdidas, los chats, los messengers, los móviles con su auricular y su micro colgante, los lenguajes crípticos con los que los chavales se hablan en claves difícilmente comprensibles para los adultos, los móviles que hacen fotografías o vídeos. Cada vez hay más palabras. El Metro y la calle, bombardean a las gentes con palabras y más palabras, envueltas en músicas impersonales que publicitan los más variados productos. Hemos ganado palabras pero hemos perdido la capacidad de escuchar. Hemos ganado formas de comunicación pero pasamos por delante de alguien famoso al que no reconocemos cuando está desprovisto de toda la parafernalia de los grandes espectáculos. Hemos ganado altavoces de las palabras pero hemos perdido la voz. Hemos ganado capacidad técnica para comunicarnos con todo el mundo pero hemos perdido la capacidad de escuchar.Hoy, como hace más de 2000 años, los seguidores de Jesús somos enviados a ser una voz que grita en el desierto, una voz que sea reconocida como la voz del buen pastor que llama a sus ovejas, las reúne, las calma y les infunde esperanzas. Hay dificultades, es cierto, hay tantas y tantas voces interfiriendo que resulta difícil escuchar. ¿Qué querrán decir tantas voces vacías? ¿Cómo llegaremos a proclamar la Palabra? … Quizás tengamos que pasar de ser una Iglesia que habla mucho a una Iglesia que habla poco y escucha mucho. También a aquellos que en el Metro, como en la vida, no son escuchados por nadie.
Josan Montull
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