Desde épocas inmemoriales el ser humano ha distribuido el tiempo en «tiempo de trabajo» y «tiempo festivo». La diferenciación entre estos dos espacios vitales existe desde la noche de los tiempos. Las primitivas civilizaciones han dejado restos arqueológicos de ambos momentos. «Tiempo de trabajo» es aquel durante el cual la persona se esfuerza por conseguir elementos imprescindibles para la supervivencia: alimento, vestido, tecnología, vivienda… Es éste un tiempo duro, difícil y monótono que ata a la tierra y a los aspectos materiales del mundo… En su transcurso la persona se sumerge en tareas profanas, se gasta y puede olvidar aspectos esenciales de la vida. Frente al tiempo de trabajo surgió el «tiempo festivo». Una vez garantizada la alimentación, el vestido y la vivienda, el ser humano se dedica a tareas que dan profundidad a la vida, contribuyendo a descubrir nuevas dimensiones y a regenerar la vida. Si el trabajo y la tecnología han sido importantes para la evolución de la especie humana, no lo ha sido menos el tiempo festivo. Don Bosco intuyó, desde el principio de su obra, la importancia del tiempo festivo para el desarrollo positivo de los jóvenes y las clases populares. Inició su proyecto ofreciendo espacios de esparcimiento a aquellos jóvenes aprendices, explotados en agotadoras jornadas de trabajo; carentes de cultura e instrucción religiosa; aislados en tristes individualidades donde no había lugar para la convivencia, la cultura y la fiesta. El Oratorio de don Bosco no es tan sólo un «patio» para jugar. Es la recuperación de todos los elementos ancestrales que brotan del tiempo libre, entendido éste como espacio privilegiado para la amistad, el encuentro, la celebración religiosa, la cohesión social, la alegría, la cultura, el juego, la gratuidad… Quienes seguimos las huellas de Don Bosco somos los herederos de esta intuición.
José Joaquín Gómez Palacios
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