Saber cuándo y cómo haya comenzado este mundo es algo que está fuera de nuestro alcance. El Génesis, en una confesión de fe que recoge la historia de Israel, revela “quién” ha creado todo lo que existe. La ciencia, por su parte, trata de saber “cuándo” y “cómo” empezó lo que existe. Son dos formas de enfrentarse a la misma realidad que no se excluyen mutuamente, sino que se complementan. Sabemos, por el contrario, con absoluta certeza que todo cuanto existe tuvo un principio y se terminará. También en este caso la fe afirma que Dios hará “nuevas todas las cosas”. Es el final feliz de la creación que nos presenta el Apocalipsis: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado. Entonces dijo el que está sentado en el trono: Mira que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,1-5). Toda la historia, desde sus orígenes, está orientada hacia Jesús como su razón de ser y, al mismo tiempo, vuelve a partir de Él, orientándose hacia el punto definitivo de llegada. La conclusión de este grandioso proyecto es única: La historia del universo sólo puede ser cristocéntrica. “Todo fue creado por él y para él” (Col 1,16). El primero que hace esta lectura de la historia es san Lucas quien, en los Hechos de los Apóstoles (13,16-33), nos presenta a Jesús como el “sí” de Dios a sus promesas, según las palabras de san Pablo (2Co 1,20). Pero la convicción de que Jesús representa el punto culminante de la historia es común a todo el Nuevo Testamento que hace ver cómo su resurrección es el inicio de la nueva creación. El autor de Hebreos comienza afirmando: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos” (1,1-2). Es decir, que después de la resurrección del Hijo, que fue su revelación suprema, ya no tiene nada que añadir. Si el gran interrogante de la vida es la muerte, y ésta fue vencida, no hacen falta revelaciones posteriores, sino únicamente hacer de la resurrección una forma de pensar. El acontecimiento Jesús representa “la plenitud de los tiempos”, para indicar no tanto que la historia está madura para acoger la Revelación, o que la fragilidad moral del hombre ha alcanzado su punto culminante, sino, simplemente, que ha llegado la hora querida por Dios para “rehacer” su creación. Pese a ello san Pablo es el único escritor sagrado que llama a Jesús “nuevo Adán” o “último Adán”, puntualizando que, mientras el primero era “un ser viviente”, “sacado de la tierra”, el segundo es “espíritu que da la vida” y “viene del cielo” (1Co 15,45.47). Nosotros que nacemos, como el antiguo Adán, terrestres y pecadores, estamos llamados a volvernos semejantes al nuevo Adán, Cristo, participando de su gloria. Este tema de la vida como finalidad de la misión de Jesús es particularmente grato al cuarto evangelista y su comunidad. Leemos, en efecto, en el texto del verdadero pastor del nuevo pueblo de Dios: “Yo he venido para que tengan la vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Y en el prólogo de la primera carta: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida &<img src=Marcas/RomboA.gif>9472;pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó&<img src=Marcas/RomboA.gif>9472; lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1Jn 1,1-4). Esto significa, por un lado, que Dios es un Dios amante de la vida, que cree en ella, la crea y en su Hijo la recrea cuando se ha perdido; y, por otra, que el hombre no puede apagar su inmensa sed de felicidad, de vida y de amor sino en Jesús, en la medida en que configuramos nuestra existencia a la de él, nuevo Adán, “espíritu que da la vida”. En Jesús encontramos el proyecto originario de Dios y su cumplimiento.
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