Hubo un tiempo en que la muerte era parte de la vida. Adultos y niños no se extrañaban cuando se encontraban con ella. Con la urbanización y la medicina los seres humanos se han alejado de la realidad simple y natural del fallecer y ahora faltan palabras y gestos para decir y vivir este morir moderno, con frecuencia solitario, des-ritualizado, que para la mayoría es únicamente símbolo de una quiebra de la medicina. Así el contexto de la muerte está profundamente cambiado, como la relación que nosotros tenemos con el límite de todos los límites. La muerte coloca forzosamente a la familia frente a una gama de elecciones. Se puede elegir “negar” la muerte. Pascal escribía, ya hace tres siglos: “No habiendo logrado vencer la muerte, los hombres han decidido no pensar más en ella”. Así, con relación a los pequeños, el concepto de muerte se vuelve un tabú semejante al que por largo tiempo tocaba la sexualidad. De esta forma se niega a la muerte la inscripción en la lógica de la vida, no se la reconoce como una ley inscrita en la existencia, se la vacía de sentido, se la transforma en un incidente. Un intento destinado claramente a la quiebra: film, telefilm y juegos electrónicos están repletos de muertos en cantidades industriales y al alcance del niño. La elaboración del concepto de muerte se hace por etapas sucesivas, durante las que el niño integra progresivamente los diversos aspectos de la muerte, hasta que, hacia los ocho años, llega a comprender su carácter irreversible y universal. Entonces comienzan las preguntas: ¿Qué hay después? ¿Se desaparece del todo? ¿La muerte es un punto final en la vida o solamente una coma? ¿La muerte nos llegará también a nosotros? ¿También a mamá y a papá? ¿Y no los veremos nunca más? ¿Debo morir también yo? La muerte está inmersa siempre en un magma de sufrimiento y la familia es el lugar en que el luto se puede comprender y elaborar. Los seres humanos conocen un sentimiento único, llamado consuelo, que casi siempre logra eliminar el dolor espiritual. También los niños lo saben: llorar en los brazos de mamá o de papá los hace sentirse mejor. Llorar juntos, compartir el dolor puede ayudarnos a soportar las pérdidas más desgarradoras. El amor no muere y, de alguna forma, la solidaridad y la cercanía llenan el vacío dejado por quien ha muerto. Se puede intentar también con la “memoria”. La muerte no se lleva para siempre a las personas que amamos, si sabemos recordarlas. El recuerdo es una manera de mantener vivas a las personas difuntas. Por esto colocamos una flor en la tumba del ser querido, en el cementerio, y hablamos con él. Para recordar a los grandes, se da su nombre a una calle o a una plaza, se construyen monumentos, se inician fundaciones. Gracias al recuerdo, quien ya no está continúa presente. En el corazón de las personas amadas, el recuerdo de quien ha muerto puede ser muy fuerte y dulce, hasta el punto de infundir consuelo y suavizar el dolor. Se puede escoger también una vía “racional”. Este mundo no es nuestra casa, es solamente una especie de hotel: somos huéspedes durante cierto tiempo, y basta. Cada día hay algo que nace y algo que muere, gente que parte y gente que llega. Pero es una cuestión tan radical que sólo el Creador la puede responder. Y lo ha hecho, porque ha dado al problema de la muerte una respuesta que jamás el hombre habría podido imaginar. Ha atravesado él mismo la muerte y la ha eliminado, abriendo a todos los hombres el camino hacia la vida eterna. De esta forma nadie podrá decir nunca: “Mi Dios no sabe lo que significa…”. De la idea cristiana de muerte se obtiene la fuerza para vivir. Quien cree en Jesús cree en esta promesa: cuando Dios ama a alguien, lo hace vivir para siempre. “¡Dios no destruye la vida que ha creado! La transforma”. La vida no es fatalidad estúpida y cruel, sino responsabilidad, porque todos tenemos una cita a la cual no faltar. Es precisamente hablando de muerte que la fe hace la diferencia. Los cristianos no dicen “la vida es bella pero después lamentablemente se muere”, sino “la vida es bella y después finalmente se muere”. Uno de los papeles educativos esenciales es precisamente el de revelar a los jóvenes que tienen en sus manos, cada día, la elección entre la vida y la muerte. En esta perspectiva las dimensiones educativas de la familia adquieren una tonalidad absolutamente particular. La vida es una sola. Empieza sobre esta tierra y continúa en la “casa” de Dios. La familia creyente se sumerge en un clima de gozo y de esperanza radical, y experimenta la fuerza de una meta exultante. La palabra de don Bosco. “Recorriendo las páginas que transcriben palabras y discursos de don Bosco, –escribe don Alberto Caviglia- se encuentra que la del “Paraíso” fue la palabra que él repetía en toda circunstancia como argumento animador supremo de toda actividad en el bien y de todo aguante en las adversidades”. Si fiesta es el inicio y fiesta el final, en el intermedio se vive en clima de fiesta. “Nosotros somos gente de fiesta”, afirma un canto salesiano.“¡Un trozo de Paraíso lo arregla todo!” repetía don Bosco rodeado de dificultades.
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