La alumna, con las notas de Navidad en la mano, lloraba sin consuelo. – Pero, mujer…, ni que suspender fuera una tragedia –la abordó el profesor. – Para mí, sí lo es –respondió–. Cuando mis tíos vean estos tres suspensos me van a querer echar de casa. – ¿Y tus padres? Le costaba responder aquella pregunta, pero la actitud amable del profesor la animó : – A mi madre no la conozco. A los cuatro años fui internada en un convento durante seis años. Después me recogió mi abuela, la madre de mi padre. Vivíamos bien hasta que comenzó a aparecer mi padre exigiendo dinero para pincharse. Mi abuela ha sido la única persona que me ha querido, pero hace poco se murió. Volvió a sollozar ante la consternación del profesor impresionado. – Mis tíos me echan en cara lo de mis padres, como si yo tuviera la culpa. Me prohíben salir con amigos, no tengo un céntimo, y sólo desean que cumpla los dieciocho para que me busque la vida. ¿Cree que así puedo estudiar? Hago la cena, friego, y tiendo la ropa, pero no dejan de considerarme una carga. – ¿Qué sabes de tu madre? – He oído decir a mis tíos que está en una cárcel de mujeres por la droga, y que va a salir pronto. El profesor solía decir a sus alumnos que se puede y se debe cambiar la historia, nuestras pequeñas historias. Consideró que había llegado el momento de llevarlo a la práctica. Y qué mejor ocasión que Navidad para hacerlo, cuando recordamos el nacimiento de la persona que más ha influido en la historia de la humanidad. Fue a hablar con sus tíos, que aceptaron ser más comprensivos con su sobrina. En vacaciones y fines de semana, podría vivir con la profesora de Religión, que generosamente se había ofrecido. Luego se propuso rescatar a la madre. Sería un gran estímulo para ella, tras pasar por un período de desintoxicación y tener un trabajo, poder ver a su hija e incluso vivir con ella. Cuando meses después vio cumplido sus propósitos, concluyó que habían sido las Navidades más hermosas de su vida.
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