Son las 9 de la mañana. Viajo en tranvía, en una mañana laborable, camino de una facultad de una universidad en una alegre y luminosa ciudad de la costa española. A mi lado se sienta una joven de unos 18 o 19 años, seguramente universitaria, que va camino de sus clases. Desde que se sienta hasta que le llega la hora de bajarse (una media hora de trayecto), consulta, sin apartar en ningún momento la mirada, la pantalla de su móvil y teclea compulsivamente mensajes. Su cara se ilumina cada vez que la consabida señal acústica le indica que ha recibido una respuesta a su rapidísimo tecleteo anterior (no me extraña, por cierto, observando las habilidades de mi compañera de viaje, que algunos digan que puede haber a la larga una modificación de huesos y músculos del dedo pulgar, debida al mencionado tecleteo, aunque no sé si será verdad o esa advertencia forma parte del género que se va conociendo como “leyenda urbana”). Lee el mensaje que acaba de llegar, y unas veces sonríe, otras se pone seria, otras se ríe abiertamente a carcajadas sin preocuparle lo más mínimo lo que pensemos los que estamos a su alrededor. Y vuelta a empezar: respuesta a toda prisa y a esperar el siguiente mensaje. DependenciaSe suele oír que este comportamiento se da a los 14 o 15 años, y que son adolescentes los que se entregan a este ceremonial de mensajes que cruzan a todo gas y en todas direcciones el espacio de comunicación, con sus abreviaturas y agresiones al diccionario de la Real Academia (kdamss?, bess, tk, a ls 8 dnd smpr, k acs?…). No era el caso de la universitaria del tranvía, ya bien crecidita. No sé si ella realizará de vez en cuando, como hacen muchos adolescentes, llamadas perdidas a sus amigas y personas cercanas, para decirles sin gastar dinero que “sigo aquí, que sigo existiendo, que me acuerdo tanto de ti como para emplear unos segundos en buscarte en mi agenda y marcar tu número”. Ellos hablan de dar un toque para denominar a esa advertencia a los amigos y amigas de que siguen conectados, y que por supuesto continúan necesitando que alguien se acuerde ellos y les tenga en cuenta. Conozco casos de algunos chavales que se han borrado de un campamento de verano al que pensaban ir sólo porque se han enterado de que en esa zona de montaña (¿será posible esta vuelta a la prehistoria?) no hay cobertura de tal compañía de telefonía. Este caso denota ya una auténtica dependencia –y empleamos esta palabra no a la ligera- del aparato de marras. Una dependencia que, por cierto, sale bien cara a los que corren con la cuenta de gastos de los mensajes y sobre todo de la obligación de hacerse con el último modelo de móvil, que incluye la mejor cámara, los juegos más recientes, la mejor música para descargarse y oír y así entretenerse entre mensaje y mensaje… o una agenda que permite concursar en el campeonato que consiste en ver quién es capaz de almacenar más números de amigos: “tantos números tengo anotados, tantos amigos del alma” (aunque luego no pueda intercambiar en directo más de tres frases con la mayoría de ellos).Nuevos estilos de vidaNo hay acercamiento educativo a estos chavales movilizados si no intentamos saber el por qué de esta fiebre, que sin duda ha venido para quedarse. ¿Por qué esta necesidad? Quizá tengan razón los que mantienen que hoy todos (no sólo los jóvenes y adolescentes) estamos zarandeados por nuevos estilos de vida, ajetreados, masificados, algo deshumanizados, y que buscamos compulsivamente estar conectados con mucha gente, pero no unidos ni comprometidos con vínculos permanentes. Así lo ven sociólogos como Zygmunt Bauman o Vicente Verdú (véanse sus libros Amor líquido y Yo y tú, objetos de lujo, respectivamente), que creen que estos chavales se han acostumbrado a consumir relaciones superficiales, y que estas nuevas tecnologías lo facilitan, al permitir ese estar conectados pero no unidos. No debemos ser apocalípticos ni condenar globalmente el móvil y el resto de nuevas tecnologías, aunque sólo sea por respeto a la mayoría que sabe ser sensata en su uso, o a las personas que han salvado la vida en una selva o una montaña gracias al móvil o al GPS. Sin embargo, tampoco debemos ser ingenuos y hay que contar con que se está gestando un nuevo modelo antropológico, con muchas cualidades y posibilidades, pero también con muchas lagunas (superficialidad en las relaciones, falta de profundidad, falta de reflexión, consumismo acentuado…). ¿Serán capaces, por ejemplo, el día de mañana la mayoría de los adolescentes de atender y asimilar mensajes de más de cuatro líneas? ¿Tendremos que escuchar algún día una nueva estructuración de los cauces habituales de socialización humana y cristiana, algo así como “lectura del SMS nº 37 de Pablo a los Romanos”…? La respuesta, dentro de unos años.
Jesús Rojano
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