Momo era una niña que tenía un don maravilloso: “Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. (…) Y la manera en que sabía escuchar Momo era única. (…) simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía.” Cuando, de noche, miraba la cúpula estrellada del cielo “escuchaba el enorme silencio. (…) oía una música callada (…) que le llegaba muy adentro, al alma”. Dice un proverbio árabe: “No abras los labios si no estás seguro de que aquello que vas a decir no es más hermoso que el silencio”. Ese silencio no es el vacío insulso del que deja pasar los minutos muertos. Es el silencio grandioso de Momo que implica estar presente, con toda la atención y con toda la simpatía de la que uno es capaz. Toda cooperación comienza con una mirada, con un gesto de estimación hacia el otro. Esto supone acallar el yo. Sólo llegará a conocer al prójimo quien no se apresura a dar respuestas a preguntas aún no formuladas. Hay que dar tiempo al tiempo. Puede parecer una contradicción pero Momo, en aquella silenciosa cúpula estrellada, percibía una música callada que le llegaba muy adentro. Difícilmente podemos pensar en llevar a cabo un diálogo interreligioso cuando no construimos en nosotros un diálogo “intradivino”, cuando no cuidamos la “cúpula estrellada” interior que nos une al Amor, sea cual sea su nombre. Si así fuera, nos convertiríamos en meros relaciones públicas de buena voluntad, burócratas de mano abierta con, tal vez, conocimientos de calidad, pero vacíos de calidez.
Elena Carrasco
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