Hasta época reciente, y todavía hoy, cuando se habla de “misiones” y “misioneros” se piensa, de forma automática, en “tierras lejanas” y en hombres y mujeres que, “llenos de generosidad”, lo han dejado todo –incluidas sus familias-, y se han marchado a tierras lejanas para anunciar a aquellos habitantes la Buena Noticia del Evangelio.Existe, en este planteamiento un doble fenómeno de reductivismo. Se reduce, ante todo, el concepto de “misionero” como si en el cristianismo misioneros y misioneras fueran solamente unos pocos, algunos bautizados valientes y privilegiados que responden a esa peculiar y exclusiva vocación. Se da, además, el hecho de reducir los destinatarios de la misión a hombres y mujeres que viven a muchos kilómetros de distancia y, con frecuencia, en situación de subdesarrollo.Iglesia misioneraHoy, ha cambiado radicalmente este planteamiento. Y lo ha hecho en un doble y decisivo sentido:- A partir del Concilio Vaticano II se recuperó una conciencia y una persuasión que era connatural a los seguidores de Jesús desde los primeros momentos: a saber, que la Comunidad eclesial, es decir la Iglesia, es toda ella y por su propia naturaleza, “misionera”. La Iglesia existe para llevar a todos los hombres, lejanos o cercanos, la Buena Noticia del Reino: el Proyecto de Dios de hacer de esta humanidad nuestra una única y gran Familia. Dice el Concilio: “La Iglesia, entidad social visible y comunidad espiritual, avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse toda ella en familia de Dios” (GS 40). Aquí, como se ve, no se distingue entre hombres que están lejos y hombres que están cerca: destinatarios de la misión de la Iglesia son todos los hombres por igual. Esta condición misionera la recibe y asume personalmente el cristiano por el solo y decisivo hecho de ser bautizado. Es el Bautismo el que, por su propia naturaleza, hace de todo cristiano un “misionero”.- Pero se da, en este momento histórico con una rapidez increíble, un hecho que revoluciona igualmente el concepto de Iglesia misionera: es el hecho de la imparable y masiva inmigración en Europa de hombres y mujeres de todos los continentes. Son miles y miles los que, a diario, llegan a las distintas naciones europeas creando verdaderas colonias de personas con otra cultura, con otras ideas sociales y políticas y, lo que es particularmente importante para la comunidad cristiana, con otras religiones. ¿Hace falta hoy irse a ningún país para encontrar mujeres y hombres que necesiten el mensaje salvador que ofrece la Iglesia en nombre de Jesús? ¿No se encuentran en nuestras calles, en las colas de los supermercados, en el autobús, en el metro? ¿No se encuentran en los barrios marginados de las grandes ciudades que no tienen que envidiar, por desgracia, a los barrios de esos continentes destino de los llamados “misioneros”. ¿No es Europa y en particular España, cada vez más, país de misión? ¿Para cuándo dejaremos tomar conciencia operativa, y no solo teórica, de que formamos parte de una Iglesia misionera aquí y ahora? Palabra y testimonioCristo necesita ser anunciado al hombre de todos los tiempos, de todos los lugares, de todas las condiciones, de todas las culturas. Nadie debe quedar fuera de su radio de acción. Pablo VI decía que una comunidad cristiana que se sabe evangelizada siente la imperiosa necesidad de evangelizar a los otros. Si esto es así, cabe preguntarse si la falta de ímpetu misionero de los que vivimos en estas naciones masivamente cristianas en otros tiempos, se debe precisamente al hecho de no apreciar debidamente el don de la fe y lo que nos aporta Jesús incluso en el orden humano de la existencia.Lo dicho hasta aquí no quiere, en absoluto, quitarle mérito al gesto valiente y generoso de tantos hermanos y hermanas cristianos que, dejándolo todo, se van a formar parte de ese ejército pacífico y esforzado que está en la avanzadilla misma de la pobreza más extrema, del analfabetismo más profundo, de la falta de lo indispensable para poder vivir como seres humanos. Esos hermanos y hermanas son para los que nos quedamos en la retaguardia como la punta de lanza de nuestras comunidades cristianas: un estímulo para que se aborde con todo coraje y mística por parte de las comunidades cristianas de Europa la tarea misionera que a todos incumbe como simples bautizados. El anuncio misionero de Cristo, por otra parte, tiene que hacerse con la palabra y con el testimonio de la vida: ambos son absolutamente imprescindibles, sabiendo no obstante que en la cultura de los signos en que nos movemos en la actualidad, el testimonio acaba teniendo más fuerza que la misma palabra. ¿No decimos que un gesto vale más que mil palabras?
Antonio Mª Calero
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