Difícilmente podría describir el valor emocional de cada uno de los días que pasé en el Foyer Don Bosco de Porto Novo, Benin, sin que me desbordase un increíble sentimiento de dicha, de suerte por ser testigo de ese magnífico proyecto y, más aún, por haber podido aportar mi ilusión y mis ganas de trabajar en aquella casa tan llena de vida y porvenir. La convivencia con los chavales de la calle me dio la oportunidad de acercarme a ellos como amigo y como parte de la casa que los acogía, de mostrarles el cariño infinito que me provocaban sus sonrisas y de implicarme en sus mundos para intentar ayudarles y hacerles ver que tenían razones de sobra para dejar la calle, para hacerse valer y recuperar su infancia y su futuro. Diariamente realicé con ellos multitud de tareas: organizar el despertar de la casa, la limpieza, la higiene, el desayuno de los aprendices, las comidas, los juegos, los conciertos improvisados de tam-tam y hasta hacer de enfermero novato cada tarde. Pero, sin duda, fue mi trabajo como maestro con los más pequeños lo que más enriqueció mi estancia, y más me ayudó a ver que mi trabajo, tan modesto y limitado, también daba sus frutos. Mi tarea era iniciarles en alfabetización y cálculo, entre una y dos horas al día, motivándolos incansablemente para que llegaran a la escuela, se encarnaran en la personalidad digna y segura del alumno aplicado en aquella sociedad y olvidaran lo que les hizo huir a la calle. No era fácil, su falta absoluta de autoestima les hacía derrumbarse y querer huir ante cada obstáculo, su hiperactividad les impedía concentrarse suficientemente y era necesario estar con cada uno de ellos en cada trazo que dibujaban. Pero precisamente por este esfuerzo mereció la pena, solo por ver su ilusión, motivación y orgullo cuando aprendían algo, solo por ver el más pequeño de esos progresos. Apenas hablaban francés, por lo que intenté aplicar en las clases lo que fui aprendiendo de Gun, su lengua nativa. Pero el proyecto no se quedaba ahí: a parte de la primera casa de acogida, el proyecto contaba con un segundo hogar, el Centro Magone, del cual se hacía cargo José Luis de la Fuente, el misionero de admirable sensibilidad y convicción que dio vida y futuro a este gran proyecto. Daba acogida a los chavales que demostraban una clara convicción por comprometerse a ir a la escuela o a aprender un oficio. José Luis llevaba la organización del proyecto y era aquí donde se palpaba la verdadera dimensión del progreso de los chavales y de los múltiples logros del proyecto. Espero que estas líneas valgan para motivar o crear curiosidad en aquellos que deseen involucrarse en una experiencia de voluntariado, porque sin duda la ayuda, sea por un año, un mes o una semana, es necesaria y mucho más valiosa de lo que pueda parecer.

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