La memoria de María que nuestra generación debería hacer tendría que emular la que hizo la generación apostólica y ha quedado fijada en la tradición evangélica. El valor ejemplar de María no estriba tanto en su experiencia personal de Dios, una vivencia única e intransferible, remota e irrepetible, llegar a ser, permaneciendo virgen, madre… ¡de Dios! La relevancia de esta proeza de María no está en la excepcionalidad del hecho, sino en su ejemplaridad: María nos sigue mostrando lo que Dios exige a quien, como ella, se adentra en sus planes confiada, y, sierva, se declara dispuesta a hacer lo que Él quiera. Aventurarse por el mismo destino es la oportunidad de cualquier creyente. No estaría de más que nos preguntáramos si las razones que tenemos para entusiasmarnos con María son las mismas que Dios tuvo cuando se quedó prendado de la virgen de Nazaret. Las mil buenas razones que podamos tener, ¿coinciden con la razón que convenció a Dios para elegirla como madre? ¿Representa para nosotros María lo mismo que significó para Dios? ¿Nos atrevemos a contemplarla con los ojos de su Dios, con el corazón de su Hijo? ¿Cómo queremos a María, cómo nos la imaginamos nosotros o cómo encantó a nuestro Dios? De poco valdría una devoción mariana por arraigada y sincera que fuese, que no estuviera fundada en el querer de Dios. Deberíamos caer en la cuenta de que fue Dios quien optó por María mucho antes de que a nosotros se nos ocurriera pensar en ella; primero la eligió Él por madre y después gozamos nosotros de su maternidad divina; fue antes, mucho antes, sierva de Dios que señora nuestra. María puede maravillarnos, ciertamente; pero no por cuanto ella hizo por Dios, ni -mucho menos- por cuanto pudiera hacer por nosotros, sino por todo lo que Dios hizo en ella. Bien mirado, la única forma de ver y de venerar a María que le hace justicia es el que refleja el modo como Dios la contempló y la amó.
Juan José Bartolomé
No hay Comentarios