El abuelo era muy viejo. Caminaba a duras penas, la vista se le había debilitado, estaba algo sordo, le costaba comer, manchaba el mantel. Hijo y nuera se molestaron tanto que le prepararon un sillón separado, detrás de la estufa. Un día, mientras le daban la sopa, el viejo no sujetó a tiempo el plato y éste cayó, haciéndose pedazos. La nuera prorrumpió en desmanes y dijo que desde ese momento le servirían la comida en un tazón de madera, como a los animales. El viejo suspiró y agachó la cabeza. Al día siguiente Miguel, el nietecito, sentado en el suelo junto al abuelo, trataba de juntar unos pedacitos de madera arqueados. “¿Qué estás haciendo, Miguel?”, le preguntó el padre. “Estoy fabricando un tazón. Cuando tú y mamá seáis viejos, me servirá para daros de comer”. El hombre y su mujer se miraron y rompieron a llorar.Una verdad actual Esta narración, presente desde tiempo inmemorial en los libros escolares de lectura, cuenta una “fastidiosa” verdad siempre actual: nuestra sociedad, margina a los ancianos y les niega un espacio adecuado, ya sea en la familia, o en la sociedad. Y, como siempre sucede, los pequeños aprenden solo lo que viven. También en lo que se refiere al trato de los ancianos.Hay que enseñar a los hijos una cultura de la ancianidad. Es indispensable y urgente. Porque debemos reconocer que envejecer no es tan fácil como parece, es un recorrido tortuoso y caótico, sembrado de ambigüedades: angustia y serenidad, amargura y gozo, seguridad y temor, actividad y pasividad, encerrarse en sí mismo y apertura lo caracterizan.Cofres de experiencia A los ancianos se les excluye frecuentemente: “son inútiles y cuestan mucho”. A menos que se los utilice como “canguros” gratuitos. Si es difícil envejecer, es igualmente difícil convivir con los ancianos: son frágiles, necesitan de paciencia y tolerancia. En una cultura supereficiente la ancianidad parece una herida, una ofensa, una culpa. Para muchos es como la sala de espera de la muerte. Los ancianos tienen necesidad de la ternura de las personas queridas. Consideran ofensa cruel ser excluidos de la vida de familia. Ellos son cofres de experiencia: cada vez que muere un anciano, muere una biblioteca. El primer gran don que hacen los ancianos a una familia es, precisamente, el de la transmisión, no tanto de bienes materiales, cuanto de lo que mejora la vida. Después de todo, para eso han pagado un precio alto. Así nació el ser abuelos. La vida los ha enriquecido de experiencia, han aprendido a ser mejores, han acumulado lentamente un tesoro de sabiduría: un conjunto de memorias, de ilusiones, de secretos, de costumbres, de aspiraciones, de esperanzas. Los abuelos pueden transmitir a los nietos ese conjunto de cuentos y de recuerdos, llamado “novela familiar”, que para los niños tiene un atractivo extraordinario. El abuelo puede llegar a representar para el nieto la estabilidad de los afectos familiares. Puede hablar, como testigo, de los tiempos en que mamá era una niña y papá un alumno, de cuando en vez del supermercado de enfrente había prados, de cuando en lugar del aparcamiento subterráneo había un estanque en donde mamá y papá iban a bañarse y donde se conocieron. Así el niño se hace a la idea de que su familia existe desde siempre y tendrá que seguir existiendo. Percibe la continuidad de los afectos. El niño teme, más que cualquier otra cosa, la disolución de su mundo afectivo; la presencia de los abuelos es ciertamente fuente de seguridad y aliento.Comunicación de la fe Desde el tiempo de su infancia hasta hoy han cambiado la sociedad, los valores, la misma fe. Muchos de los abuelos actuales han atravesado con malestar esta evolución. Su modo de situarse en el nuevo contexto determina un influjo en el lugar que desean ocupar para comunicar la fe a los nietos. Algunos a veces experimentan una cierta frustración y sienten nacer dentro de sí un sentido de culpa frente a los hijos que ya no son practicantes y no comunican la fe a sus hijos. “¿Es culpa nuestra?”, se preguntan. Me pregunto si esta ruptura de los círculos transmisores de la fe no tiene que ver con la total exclusión de los ancianos, por la cual la experiencia de fe que a ellos los ayudó a encarar la vida, sobre todo cuando el dolor golpeaba a la puerta de casa, es ignorada y olvidada. Tal vez, como ha escrito un teólogo, “estamos frente a uno de los aspectos más señaladamente anticristianos de nuestra sociedad y cultura”.
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