Existen seres que viven. Un cadáver no es un “ser”. Y esto es ya misterio. ¿Quién no lo ha sentido así al perderse en pensamientos ante el cadáver de un ser querido o de un amigo? Del mismo modo es misterio la vida. Tanto la muerte como la vida pertenecen a una esfera en la que el hombre no tiene capacidad de entrar para comprender, ciencia y técnica para producir, poder para limitar, acortar, cortar. Un ser vivo no es una máquina que surja de la nada, una realidad que proceda de materiales inertes. Y de la que se pueda interrumpir o modificar el proceso de construcción. Nadie está por encima del ser humano. Por encima de la vida humana, sólo está Dios. La vida de cada ser humano está ordenada por leyes superiores que llamamos naturales. Corresponden a la naturaleza del hombre. Y no se puede ir contra ellas por decisión de alguien, ni por acuerdo de muchos. Y, sin embargo, los hombres se empeñan en disciplinar la vida. La atan, la encierran, la eliminan. Inventan leyes que se dedican a parcelar la vida de mil modos. Como son muchos y se ponen de acuerdo, parece que tienen razón. Pero nunca pueden tener razón cuando deciden sobre el uso de la vida. La ley del amorDon Bosco fue un enamorado de la vida. Desde su primer sueño en el que quiso deshacerse de una jauría de lobos, hasta sus pesadillas antes de morir con su grito -“Esos muchachos, salvadlos!”, vivió defendiendo de la muerte, de toda clase de muerte, a sus muchachos, a muchos muchachos. Y sintió el impulso de defender a todos los del mundo. Para ello siguió los cauces de una ley imperiosa: la del amor. La única ley divina y humana. El amor llevó a Don Bosco, guiado por su maestro Cafasso, a la cárcel. Allí se encontró con jóvenes sometidos a la ley humana. Allí se compadeció de ellos. Tramó cómo librarlos de ella, previniendo sus caídas y por eso los buscó por las calles. Les dio una familia, una casa, un porvenir, los hizo hijos suyos, los orientó para la vida. Les ofreció la fecundidad de la alegría, de la amistad, del trabajo, de la responsabilidad, del altruismo, de la disponibilidad para el bien, de la entrega a los demás, del sacrifico, del esfuerzo, de la gracia. Buscó para ellos la tierra buena, el agua, el abono, el aire y el sol con los que madura la vida. Tuvo pendientes sus días de cada uno de sus oratorianos, de la totalidad de su personalidad. Los enriqueció hasta el punto de que todos ellos y cada uno llegaron a ser en alto grado, al menos, buenos cristianos y honrados ciudadanos. Cuando afirmaban “Don Bosco se arranca las entrañas por nosotros” estaban describiendo un proceso real. El que un buen antiguo alumno definía como un “sistema nutricio”. Cuando recordaba a Domingo Savio y lloraba sintiendo su muerte sabía que era ya un ciudadano del cielo. Pero aquella vida había sido tan preciosa que no tenerla ya cerca como un delicado regalo de Dios le apenaba hondamente. “Don Bosco lo hizo todo con lógica”, comentaba de él un insigne obispo. Parece el elogio a un estadista o a un comerciante. Un singular “biógrafo” suyo, Joris-Karl Huysmans, escribía de él algo muy parecido: era capaz de unir “una fe imperturbable a una extrema prudencia” y a “una sagacidad de hombre de negocios una sabiduría de santo”. Le llamaba la atención, sobre todo, su capacidad de “tratar los negocios du Bon Dieu”. Los negocios del Buen Dios se gestionan sólo con su ley del amor. Y el negocio supremo de Dios, que conocía bien Don Bosco, porque removía todas las energías de su persona, era y sigue siendo el de salvar la vida, salvar a los jóvenes, regalar sus luminosas vidas al Autor de ellas, devolverlos al Amor.
Alberto García-Verdugo
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