En esta sencilla reflexión contemplamos la pasión y la muerte de Jesús, que, junto a su resurrección, constituyen el centro de nuestra fe. Señalo, ante todo, su certidumbre histórica. No sólo porque aparece en todos los evangelios y en los demás libros del Nuevo Testamento, sino también porque, como afirma un filósofo no creyente, Ernst Bloch, «el nacimiento en una gruta, y la muerte en una cruz no son cosas que se inventan»: a nadie le gustaría decir algo semejante del fundador de su religión, si no fuera real. Sin embargo, más allá de esta certeza histórica, la pregunta que los cristianos nos hemos hecho a lo largo de veinte siglos es inevitable: ¿Por qué murió Jesús, el Hijo de Dios, en la cruz?La necesidad de su muerteA esta pregunta fundamental, el Nuevo Testamento nos ofrece una respuesta que puede parecer, a primera vista, incómoda e incluso desconcertante. Ante todo, subraya su necesidad. En el diálogo de Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filipo leemos: «(Jesús) comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31). Dicha necesidad, que refleja una convicción de la primitiva Iglesia, aparece tanto en los relatos evangélicos durante la vida de Jesús como, sobre todo, en la «relectura pascual» de la muerte del Señor, cuya expresión más breve aparece en las palabras del Compañero desconocido a los discípulos de Emaús: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?» (Lc 24, 26); poco más adelante, al encontrarse con los discípulos, el Señor resucitado les recuerda: «Estas son las palabras que os dije cuando todavía estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí» (Lc 24, 44). A primera vista, este tema parece contrastar con la imagen que tenemos de un Dios Omnipotente; pero aún más si lo consideramos como el Dios que es Amor: ¿no podía «ahorrarle» a su Hijo esta humillación y sufrimiento?Tres nivelesPara profundizar teológicamente en esta necesidad, podemos hablar de tres niveles. Un nivel, por decir así, universal: era necesario que Jesús muriera, porque asumió plenamente nuestra condición humana. Si no hubiera muerto, en el fondo no habría sido auténtica y total su encarnación. En este primer nivel, encontramos al Hijo de Dios hecho hombre acompañando a todo ser humano que reconoce, como certeza absoluta y universal, que un día ha de morir. Sin embargo, no todo ser humano muere en la flor de la edad, y menos todavía asesinado en una cruz. Por ello, esta «necesidad universal» no agota toda la profundidad de la perspectiva bíblica. Es necesario hablar de un segundo «nivel», que podemos llamar particular, en el cual Jesús no está rodeado de toda la humanidad, sino sólo de un grupo reducido de hombres y mujeres que han dado la vida como consecuencia de una causa, siendo coherentes con ella hasta la muerte. Un texto bíblico que refleja este nivel lo encontramos en las palabras de Caifás: «Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta que conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación» (Jn 12, 49-50). Pero tampoco podemos quedarnos aquí, si queremos ser fieles a la Revelación. Hay un tercer nivel, que podemos llamar único, en el que encontramos sólo a Jesús. En el fondo, esta necesidad remite, casi como una expresión perifrástica, a la voluntad del Padre. El texto evangélico más impresionante a este respecto lo encontramos en la agonía de Jesús, en Getsemaní: «¡Abbá, Padre! Todo es posible para Ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú» (Mc 14, 36). Esta diferenciación de niveles, por una parte ayuda a situar los diversos elementos que entran en juego en la muerte de Jesús: por ejemplo, la traición de Judas se ubica en el segundo nivel, no en el tercero, como si se tratara simplemente de un «instrumento de Dios» para realizar su plan de salvación; pero por otra parte, se vuelve modelo y paradigma para comprender y asumir nuestras propias situaciones a la luz de la cruz de Cristo, en la cual encontramos, en forma inseparable, el crimen más grande de la humanidad (2° nivel) y la expresión suprema del amor del Padre (3° nivel). ¿Quién podría indicar dónde termina uno, y dónde comienza el otro?Pasión de amor Estas últimas palabras me permiten entrar más profundamente en el Misterio Pascual. El tema de la «necesidad» de la muerte de Jesús como expresión de la voluntad del Padre ha sido, con demasiada frecuencia, malentendido, llegando incluso a «calumniar» al Padre en cuanto causante de la muerte de su Hijo. Es indudable que la muerte de Jesús, aun siendo expresión de su radical solidaridad con toda la humanidad, no se agota en ese primer nivel, como tampoco se explica como reacción de las fuerzas más negativas del mal y del pecado humanos; es ineludible replantearnos la pregunta del inicio: ¿Por qué fue necesario que Jesús muriera en cuanto expresión de la voluntad del Padre? Los textos del Nuevo Testamento, en forma unánime, nos responden: porque es la expresión máxima, más allá de toda comprensión humana, del amor del Padre. «Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Esto nos lleva al núcleo mismo del Misterio Pascual: en la muerte de Jesús encontramos la revelación definitiva de un Dios que es Amor (1 Jn 4, 8. 16), y redescubrimos el sentido auténtico de la pasión de Jesús: no es ante todo el sufrimiento y la muerte, sino en primer lugar, la pasión del amor. La «pasión» de Jesús no comienza la víspera de su muerte, sino que abarca toda su vida; más aún: es el motivo de su encarnación, al querer compartir plenamente su vida con nosotros y es, al mismo tiempo, la razón última de su obediencia filial: lo que más quiere Jesús, en cuanto Hijo, es hacer en todo la voluntad de su Padre. En la muerte de Jesús, encontramos la pasión de un Dios apasionado. Don Bosco comprendió perfectamente el sentido auténtico de la pasión de Jesús: fue un hombre apasionado por Dios y por los jóvenes. Vivió en plenitud la pasión del amor de Dios por sus muchachos, sobre todo los más pobres, tratando de realizar la voluntad de Dios en toda su radicalidad, y aceptando todos los dolores y sufrimientos, como consecuencia de esta misión; y él nos invita también a compartir esta Pasión de Jesús, en la realización de la misión salesiana.
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