Para obrar moralmente, la persona tiene que buscar lo bueno y lo justo; tiene que obedecer siempre al juicio recto de su conciencia. Esto no siempre nos resulta fácil. Puede ayudarnos en la búsqueda y en la decisión la ley moral, establecida por la razón y expresión concreta de los valores éticos. Dotado de razón, el hombre puede ser capaz de comprender y de discernir, de regular su conducta disponiendo de su libertad. Debe hacer aquello que la conciencia le presenta como bueno y debe rechazar o abstenerse de cuanto la propia conciencia juzga como moralmente malo. Siempre que una ley civil contrasta con las convicciones y exigencias de la conciencia personal surge el problema de la objeción de conciencia. Cuando la persona humana, por razones éticas, se decanta por el no a la ley no lo hace movida por un mecanismo psicológico, social o político, sino por un dinamismo interior de seguimiento de los valores morales. Así entendida, la objeción de conciencia constituye un derecho que se funda en la dignidad y libertad de la persona. Es, pues, un derecho innato e inalienable, Por eso, los ordenamientos y leyes civiles de la sociedad deberían reconocerlo, sancionarlo y protegerlo. En materia de objeción de conciencia se ha producido un cambio social muy grande. Si hasta hace unos años se refería a muy pocos aspectos (por ejemplo, la objeción al servicio militar), progresivamente se ha intensificado muy fuertemente, debido sin duda al énfasis y sensibilidad sentida en torno a la dignidad de la persona y a los derechos humanos. Y se tiende a reconocer el valor, incluso jurídico, de la objeción fiscal, objeción al aborto, a ciertos tratamientos médicos, etc. Por ello, llama más la atención las fuertes críticas vertidas hacia quienes se han atrevido a insinuar la objeción de conciencia ante los llamados “matrimonios gay”. La objeción consistiría sencillamente en la negativa a su celebración por parte de los jueces encargados del Registro Civil o de los alcaldes y concejales llamados a autorizar esos matrimonios. En este sentido se pronunció el Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal, reivindicando el derecho a la objeción de conciencia y haciendo un llamamiento al ordenamiento democrático para que respete “este derecho fundamental” y garantice su ejercicio. Si, como decía más arriba, la objeción de conciencia es posible cuando surge de un verdadero dinamismo ético, lo que importa en esta aplicación concreta es llegar a ver si existe o no existe ese sustrato moral que dé cobertura y fundamente las propias opciones, de modo que no sean fruto simplemente de motivaciones o intereses individuales. Me parece que la fuerza moral de ejercer la objeción de conciencia ante la celebración de pretendidos matrimonios entre personas del mismo sexo se encuentra en la razón que han puesto de relieve los obispos españoles: se trata de “una flagrante negación de datos antropológicos fundamentales y una auténtica subversión de los principios morales más básicos”. Teniendo esto en cuenta, hay que decir que la objeción de conciencia puede ser ejercida independientemente de que se haya formulado o no su regulación jurídica. Sería conveniente, sin duda, que estuviera contemplada en la misma ley, de manera que la actitud de quienes se niegan a realizar tales uniones quedara amparada por una ley escrita y reconocida socialmente; pero su reconocimiento no exige necesariamente su regulación. A quienes se han apresurado a declarar esta objeción de conciencia como antidemocrática, habría simplemente que hacerles comprender que el valor de la democracia depende de los valores que encarna y promueve. Y son ciertamente imprescindibles en toda verdadera democracia: la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, la consideración del bien común como fin y criterio regulador de la vida política.
Eugenio Alburquerque
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