Don Bosco, fue un hombre humilde. Por estas dos razones, al menos. Porque era un hombre lleno de Dios. Y a quien le llena Dios no le cabe la soberbia. Y porque era un hombre altamente inteligente. Y un hombre inteligente no necesita ser soberbio. Sabe lo que es, por qué lo es y para qué. Y con esto bien sabido a nadie inteligente se le escapan humos de vaciedad, porque no los necesita ni necesita airearlos. Que eso es la soberbia: humo. Todos tenemos experiencia propia o ajena de esa realidad. “…se echó a llorar”La razón profunda de saberse Don Bosco guiado por las manos de Dios era precisamente, su convicción de ser en ellas un instrumento para el servicio de su Reino. Lloró, resistiéndose, como todo profeta que recibe la misión de gritar el nombre de Dios, cuando se le dijo en el sueño de los nueve años que debía ponerse al frente de aquellos muchachos, que convivían compartiendo puñetazos e insultos, para “enseñarles la fealdad del pecado y la hermosura de la virtud… Hazte humilde, fuerte y robusto… Yo te daré la Maestra”. Cuando vio que los lobos se habían convertido en corderos se echó a llorar. “Pedí que se me hablase de modo que pudiera comprender, pues no alcanzaba a entender qué significaba todo aquello. Entonces ella me puso la mano sobre la cabeza y me dijo: – A su debido tiempo todo lo comprenderás”. “Y lloró de nuevo”En mayo de 1887, sesenta y dos años después de este sueño y a pocos meses del final de su vida, se consagró la basílica del Sagrado Corazón de Jesús en Roma, que tantas deudas y pesares le costaron. Y lloró de nuevo. Lo cuenta Eugenio Ceria en la monumental biografía de Don Bosco. A mitad de mayo, el segundo día de los cinco de celebración, quiso bajar Don Bosco, ya muy limitado en sus movimientos, a celebrar la misa en el altar de María Auxiliadora de la preciosa basílica. Escribe el biógrafo: «Durante el divino sacrificio se paró por lo menos quince veces, víctima de una gran emoción y llorando. Don Carlos Viglietti que lo acompañaba tuvo que ayudarle de vez en cuando para que pudiera continuar. Al acabar, cuando se alejaba del altar para dirigirse a la sacristía, la gente conmovida se agolpó a su alrededor, besándole los ornamentos y la mano que llevaba libre del cáliz, y siguiéndole hasta la sacristía. Allí le pidieron todos a una voz que les diera la bendición, – “Sí, sí, respondió”. Y subió los tres escalones hacia la puerta que comunica la primera con la segunda sacristía, se volvió, levantó la mano derecha, pero rompió a llorar de repente y, cubriéndose el rostro con ambas manos, repetía con voz ahogada sin poder terminar la frase: – “Bendigo… bendigo…” Hubo que tomarlo suavemente por el brazo y llevarlo adelante. Los fieles, impresionados, se disponían a seguir tras él, pero se cerró la puerta.¿Quién no habría deseado saber cuál había sido la causa de tanta emoción? Cuando don Carlos Viglietti vio que había recobrado su calma habitual, se lo preguntó y él respondió: “Tenía viva ante mis ojos la escena de cuando soñé a los diez años con la Congregación. Veía y oía realmente a mi madre y a mis hermanos opinar sobre el sueño…” Entonces le había dicho la Virgen: – A su tiempo lo comprenderás todo». Unos días antes, al salir del Vaticano donde le había recibido el Papa León XIII, la guardia suiza se la cuadró con la solemnidad con que suelen. Y con su humor de siempre les dijo: – ¡No soy ningún rey! Soy un pobre cura jorobado y no valgo para nada. Estad tranquilos.
Alberto García-Verdugo
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