En el giro que el Concilio Vaticano II dio a la conciencia que la Iglesia tenía de sí misma, uno de los puntos decisivos fue considerar a la Iglesia como un Sacramento. Era algo completamente novedoso, no oído desde hacía mucho tiempo. Aunque, si se mira más de cerca, con ello no se hacía otra cosa que volver a la conciencia que en la tradición de los primeros siglos habían tenido los cristianos de la comunidad eclesial a la que pertenecían. ¿La Iglesia «sacramento»? Pues sí. Efectivamente. Si sacramento es toda señal externa que manifiesta una realidad profunda difícil de expresar con las palabras, la Iglesia puede llamarse justamente ‘sacramento’: es un signo externo que Cristo ha establecido con el que quiere expresar el Amor infinito que Dios ha tenido y sigue teniendo a la humanidad. ¿Cómo puede una madre expresar el cariño entrañable que tiene por sus hijos? Con un sencillo beso. El beso no es el cariño, pero lo expresa: es el gesto externo de una realidad imposible de conocer y definir en toda su profundidad. ¿Cómo puede un esposo expresar el amor apasionado y fiel que siente por su esposa? Regalándole, por ejemplo, una preciosa pulsera. La pulsera no es el amor, pero intenta expresarlo con un signo externo. Beso y pulsera son otros tantos sacramentos (humanos) de realidades muy profundas y determinantes en la vida.Cristo, centro de la naturaleza sacramentalFundamento y origen de la naturaleza sacramental de la Iglesia es Cristo: es la gran señal, el signo inequívoco, el sacramento definitivo que ha dado Dios Padre a la humanidad. En esta perspectiva, hay que situarse para entender en profundidad la afirmación según la cual Cristo es el Sacramento por antonomasia, el gran Sacramento, el Sacramento fontal, el gran Signo dado por Dios a la humanidad: «tanto amó Dios al mundo, que le dio su propio Hijo» (Jn 3,16-17). Cuando alguien quiere saber la medida del amor de Dios a los hombres, no tiene otra cosa que hacer que mirar a Cristo: en Él, en su persona, descubrimos de una forma palpable y tangible (como dice el apóstol Juan en su primera Carta: 1Jn 1,1-3), lo mucho que Dios ama al hombre. Cristo no es, por parte de Dios, un gesto vacío, una palabra hueca: es un signo sensible y tangible que pone de manifiesto un amor total y definitivo.A la doble luz de Cristo, el gran Sacramento, el Signo supremo de amor dado por Dios al hombre, y de la Iglesia, Sacramento de Cristo para la humanidad, tienen que ser vistos y vividos los siete sacramentos que celebra y de los que vive la Iglesia. Los sacramentos no son ritos arbitrarios y mucho menos mágicos, en virtud de los cuales –si se realizan con la precisión exigida por la magia-, se produce de forma maravillosa la gracia de Dios. Son, por el contrario, celebraciones de la comunidad eclesial en las que Cristo, es el verdadero protagonista. En ellas se hace presente Cristo, con toda su fuerza salvadora, en los momentos importantes de la vida del hombre y de la Iglesia. Es Cristo el que, a través de la Iglesia, preside siempre toda celebración sacramental. Ya en la Iglesia primitiva existía la convicción profunda de que «aunque bautice Pedro, es Cristo quien bautiza»; aunque «perdone Pedro, es Cristo quien perdona». Cristo es el indiscutible protagonista de toda celebración sacramental en la Iglesia.El creyente y su fePor otra parte, -y como es totalmente lógico pensar en una acción que se realiza entre personas (Cristo, la comunidad eclesial y el creyente)-, para que la salvación se haga efectiva, hace falta, absolutamente, la aportación consciente y explícita del creyente. La Gracia sacramental, como todo verdadero don, es un ofrecimiento que Dios hace: no una imposición forzada. Tiene que haber alguien que, a la Gracia ofrecida, presente un corazón abierto que acoge y una voluntad disponible que responde generosamente a ella. Por desgracia, con relativa frecuencia se tiene la impresión de que los sacramentos quedan reducidos a celebraciones puramente rituales, cuando no a momentos y encuentros sociales, alentados, además por intereses estrictamente económicos. Baste pensar en bautizos, primeras comuniones y bodas.Pues bien, en la medida en que los cristianos seamos conscientes del verdadero protagonismo de Cristo en todos los sacramentos, de la acción eficaz de la comunidad eclesial en su celebración, y del compromiso personal del creyente al recibirlos, la Iglesia vivirá más y más de los sacramentos.Las consecuencias pastorales que de esta visión de los sacramentos se derivan son numerosas e importantes, imposibles de enumerar en este artículo. De todas formas, el lector está cordialmente invitado a hacerlo.
Antonio Mª Calero
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