El mayor motor de nuestra vida es el temor. Nos hace hacer o dejar de hacer lo que puede salvarnos o acabar siendo un desastre. Como, por ejemplo, lo que nos puede hacer perder la salud, el dinero y el amor. La vida es un regalo que el ser humano, si es inteligente, desea conservar. Parece que el paso del tiempo ha ido acentuando el temor a perder la salud. Y vivimos en el temor cuando viene la enfermedad, la debilidad y la vejez. Mucho más fuerte parece que es el temor a perder la seguridad que da el dinero. Si, además de inteligente, el ser humano ha dejado que su inteligencia se bañe en la luz de Dios, vivirá rodeando su vida total del aire de Dios que le permita respirar su Vida. Si es cristiano beberá del torrente de Vida que es Cristo. Y habrá aprendido que sólo el Amor es el bien cuya pérdida nos sume en el abismo.Las amenazas que asedian la vida del espíritu pueblan este desierto. Un creyente no vive con miedos, no vive en el temor. Pero sabe que su barro es quebradizo. Y no quiere exponer al fracaso el éxito que le regala la victoria de Cristo resucitado sobre todas las causas de muerte y de temor. “No tengáis miedo”Don Bosco fue un demoledor de temores, porque fue un luchador incansable contra todas las causas de derrota y muerte del espíritu. Se lo propuso como programa de vida: “Salvar a los jóvenes”. Nos hace bien recordar que invocaba y señalaba con mucha frecuencia a Cristo como el divino Salvador. Y que toda su vida, todo su sistema se enraizaba en el Amor. Debemos vivirlo con mayúscula, como él. Como Jesús, Don Bosco repetía a sus muchachos: “No tengáis miedo”. Él no lo tuvo a nada ni a nadie. Como su madre. Vivía con el temor de que se quebrase la frágil condición de sus muchachos nacidos, seguramente, en hogares limpios y honrados, pero a los que la pobreza había arrojado a la calle. En la pobreza material y, al mismo tiempo, en la riqueza del espíritu que llenaba su casa, sus patios, las aulas y talleres, la capilla… crecieron y afianzaron el ancla de la fe y la confianza en Dios. Una consigna, breve y frecuente en las propuestas de Don Bosco era la de las tres eses: S.S.S.: ¡Salve, salvando sálvate”. Al final de todo, la salvación. De camino, el servicio a los demás. Como punto de partida, el afecto y la acogida. Su temor era sólo el de que fallasen los dos primeros elementos. Con ellos afianzadlos, la victoria estaba segura.Hablaba de vida, de salud (“¡Trabajad mucho, pero sólo hasta donde os lo consientan las fuerzas!”), de dinero (¡se pasó la vida pidiéndolo!). Pero, sobre todo, de gracia, de pobreza, de servicio, de renuncia, de generosidad, de sacrificio, de entrega a los demás… como era el camino que ofrecía: de rosas y espinas. Gabriel d’Annunzio tenía a la entrada de su casa una placa de cerámica con un tallo de rosas y una invitación: “Toma la rosa; deja la espina”. ¿Quién logrará, al final de la vida, hacer el recuento de las rosas sin reavivar las punzadas de la espina? El capital de la felicidad no lo formaban, en el sabio programa de Don Bosco, el ocio, el descanso, el desinterés, la vagancia, el egoísmo. Sino la ciencia de olvidarse de sí para encontrar la vida; de negarse a lo que empequeñece: la mediocridad, el comentario malévolo, la envidia, la cicatería, la pusilanimidad.
Alberto García-Verdugo
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