“Es un humanismo pleno el que hay que promover. Ciertamente el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero, al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano”.
Pablo VI, El desarrollo de los pueblos, 42.
La persona en el centro
En sus orígenes, el término humanismo designa el movimiento y las corrientes filosóficas y literarias que asumen como fin, la persona humana, la defensa de su dignidad, desarrollo y realización, la reivindicación de los ideales y valores humanos. Históricamente tiene su referencia básica en el renacimiento.
Este humanismo renacentista se desarrolla en Europa especialmente desde la segunda mitad del siglo XIV hasta finales del XVI. Es un periodo de grandes cambios ideológicos, políticos, espirituales, en el que los acontecimientos se suceden vertiginosamente. La cultura renacentista, con sus luces y sus sombras, señala una línea de pensamiento, en la que confluyen dos fuentes principales: el mundo clásico greco-latino y la visión judeo-cristiana del hombre y del mundo. Esta confluencia no siempre ha sido pacífica y armoniosa, generando frecuentes conflictos. Así, en nombre de lo humano, se llega con frecuencia al rechazo de lo divino, a la afirmación exasperada de la autonomía de lo temporal, a una reacción contra el misticismo medieval, a una vuelta al paganismo.
El humanismo cristiano representa precisamente el logro de la integración armoniosa de esta doble dimensión: humana y divina; integración entre naturaleza y gracia, razón y fe, tierra y cielo, hombre y Dios.
Se llama humanismo cristiano al desarrollado en los círculos que acogen los valores positivos del pensamiento y del estilo humanista, pero buscando al mismo tiempo la fidelidad al mensaje cristiano. Supone una visión y perspectiva cristiana del más auténtico humanismo. Se sitúa claramente de parte de la naturaleza humana, testimonia una incuestionable confianza en la bondad intrínseca de la persona. Mantiene con claridad la concepción cristiana del hombre, pecador y redimido. Pero, más que en el pecado original, que ha viciado a la naturaleza humana, se centra en la redención, que la ha elevado y salvado. Es, pues, la exaltación de las maravillas de la gracia y también de la naturaleza que es la criatura humana.
Creados a imagen de Dios
La perfección y la dignidad del ser humano arrancan de su creación por Dios. El hombre es la “obra” definitiva y perfecta salida de las manos de Dios creador. La concepción cristiana del hombre lo sitúa entre la inmanencia y la trascendencia, divinizando lo humano y humanizando el mismo rostro de Dios; es “una manera finita de ser Dios” (Zubiri). El ser humano constituye la perfección del universo sencillamente porque Dios lo creó a su imagen. Ser imagen de Dios implica una referencia esencial y permanente del hombre a Dios; por su misma naturaleza está orientado hacia Dios y sólo puede ser verdadero hombre en unión con Dios.
Este es el punto de partida para comprender la grandeza de la persona. No es grande por los éxitos que logra, por las metas que consigue, por las empresas que desarrolla. La grandeza del hombre no hay que buscarla ni en sí mismo –como individuo- ni en la suma de los hombres grandes de la historia, sino en el creador común de todos ellos, en Dios. Si la grandeza y dignidad del ser humano dependiera de sus éxitos, un ignorante sería despreciable y los hombres que vivieron hace miles de años, que apenas se distinguían de los animales, no tendrían la misma dignidad que el hombre de nuestra era. La grandeza y dignidad de la persona no es histórica, sino esencial y constitutiva; es grande, porque su origen la hizo grande: ha sido creada a semejanza de Dios, es decir, Dios ha hecho al hombre como él es: amor. Esta es la clave del humanismo cristiano. El hombre es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, un ser proyectado por Dios, creado por amor y para amar, un ser con semilla divina, capaz de conocer y amar a Dios, llamado a ser cada vez más semejante a Dios, manifestación de su gloria.
Con un destino divino
Pero si la raíz está en la creación a imagen y semejanza de Dios, la perfección del hombre se manifiesta plenamente en su destino. Es un destino divino. Creados por amor, estamos destinados a vivir en el Amor, a unirnos a Dios, a verle cara a cara y a contemplar su bondad, su belleza. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre detenta la más alta dignidad en la tierra. La razón estriba en la creación divina y, al mismo tiempo, en su vocación y destino a la unión con Dios. Desde su nacimiento, es llamado al diálogo amoroso con Dios.
Creados por amor, hemos sido creados hijos: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1). Somos hijos e hijas de Dios, capaces de Dios, partícipes de su vida divina.
Realmente, la grandeza del hombre es muy superior a lo que él mismo sospecha. Es una grandeza que nadie puede arrebatarle, sencillamente porque Dios le ha hecho centro del universo, le ha colmado de perfecciones, le ha dado su gracia y su gloria: le ha dado, como explica san Francisco de Sales, el entendimiento, para que le conozca; la memoria, para que se acuerde de Él; la voluntad, para que le ame; la imaginación, para que se representen sus beneficios; los ojos, para ver las maravillas de sus manos; la lengua, para alabarle. Reducir la perfección de las criaturas, sería reducir la del Creador.
El humanismo cristiano queda muy distante de las corrientes existencialistas, nihilistas, fragmentarias, que ven al hombre como una nulidad existencial, un ser condenado al fracaso, a la soledad y a la muerte. Y dista mucho también de la opinión de tantos pensadores cristianos que simplemente destacan la infelicidad de la condición humana, el rechazo al mundo, el desprecio a la corporalidad, a la sexualidad; que enseñan que somos esencialmente desvalidos, que nacemos para morir, que la libertad está herida, que somos esencialmente precariedad e impotencia.
La comprensión de la perfección del ser humano, la confianza radical en él, la dignidad de la razón, el valor de la libertad, conducen el humanismo cristiano a una visión optimista de la realidad, de la vida, de los hombres. Es radicalmente optimista: cree en el hombre concreto, en la posibilidad de superación de sus propios defectos, en las virtudes humanas. No puede ser de otra manera si realmente se considera el hombre como la perfección del universo, si se contemplan su dignidad, belleza y armonía.
Eugenio Alburquerque Frutos
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