Hacía mucho tiempo que me rondaba por la mente la idea de devolver de alguna manera lo que creía que se me había dado gratuitamente desde el Cielo sin yo merecerlo, y que otros no habían recibido; sin embargo no sabía cómo podía darle forma a esta llamada. Por casualidad cayó en mis manos un tríptico de la organización Jóvenes del Tercer Mundo, en el que se hablaba de los proyectos que se llevan a cabo en distintas partes del mundo, y decidí acercarme a ellos. La acogida que tuve fue tan especial, que vi claro que cualquier experiencia que pudiera vivir, estaría acompañada por las personas que trabajan en JTM, y, afortunadamente, no me equivoqué. Tras un año de preparación, me fui a Angola a colaborar en un proyecto de capacitación de agentes de salud y asistencia sanitaria en una zona muy marginal de la capital, Luanda, que se llama Lixeira (basurero en castellano). Si tuviera que resumir en pocas palabras lo que significó aquel tiempo para mí, podría decir que fue una experiencia de vida en la que comprendí que todo lo que tenemos en este nuestro mundo es un regalo de Dios, y que como tal hemos de compartirlo con aquellos que nada tienen y que nada piden, sino que todo lo ofrecen. Ofrecen sus sonrisas, su cariño, su compañía, su vida. Te enseñan que nada material hay en el mundo que posea de por sí la esencia de la felicidad, sino que la clave consiste en ser y no en tener. Y así, con el paso de los días me di cuenta de que la dignidad de la persona es algo intrínseco a la persona misma, algo que no depende de las circunstancias en las que uno viva, sino de cómo las viva. Por eso se comprende que personas que viven en la más profunda miseria sean capaces de demostrarte el valor de la vida con más autenticidad de lo que muchos de nosotros seríamos capaces. Sin embargo, este hecho no debe hacernos eludir la obligación de responder ante esas necesidades. No nos puede dejar tranquilos el hecho de que las personas sean pobres pero felices. Muchos de nosotros en nuestra sociedad también vivimos nuestro día a día con alegría, como ellos, y además disponemos de muchos recursos que permiten que el derecho básico de todo ser humano, como es el derecho a la vida, no se nos muestre como una utopía sino como una realidad. Hemos de ser misioneros, aquí y allí, en nuestros hogares y en los lejanos países de la tierra, pero hemos de responder a la exigencia de dar lo que se nos ha dado, de hacer fructificar los dones y los bienes de los que disponemos. Hemos de compartir con nuestros hermanos necesitados nuestra propia vida, haciéndoles llegar el mensaje del Amor que tanto bien nos ha hecho. Por eso desde estas líneas animo a todos los jóvenes que, como yo sentí una vez, sientan la llamada de responder con su vida a lo que se les ha dado, y a que no dejen de vivir la experiencia que yo he vivido, porque en ella puede estar el sentido de su propia felicidad.

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