Ayer tuve un sueño. Soñé una iglesia joven porque en ella había jóvenes, pequeños, adultos y ancianos. Pasaban horas y horas juntos. Era una iglesia acogedora, daba gusto andar por ella. De vez en cuando se oía en tono de sorna: «¡pero bueno! ¿es que estos jóvenes no tienen casa?»; o las madres que decían: «ya sólo le falta que le traiga la cama». No, no os confundáis. Aquella casa era casa de encuentro: Sí, con Jesús. Rezaban juntos de una manera sencilla pero vital. Celebraban la eucaristía de un modo vivo. Y luego, salían a las calles y ellos mismos se hacían iglesia joven en casa, en el estudio o el trabajo, en política y en sociedad… siempre al lado de los más pobres. Me diréis que soy un soñador. Y tenéis razón. Soy un soñador, hijo de un soñador, don Bosco. Aquél, que prometió que incluso su último aliento sería para sus pobres jóvenes, no hizo más que soñar despierto. Aquél que pasó fatigas, enfermedades, persecuciones por amor a Jesús en sus jóvenes no hizo más que señalar un camino: nuestra iglesia será joven si en ella los jóvenes encuentran su sitio.
Javier G. Monzón
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