La historia de la Iglesia ha escrito y escribe sus páginas más elocuentes con la sangre de los mártires. El testimonio del martirio es una de las características de la Iglesia desde siempre. Después de Pentecostés, muchos de aquellos que escuchan la predicación de los apóstoles se convierten, pero se inicia inmediatamente la persecución contra ellos. Amenazados, apaleados, encarcelados, no dejan de predicar en público y en privado. De este modo, la primera comunidad cristiana crece y se robustece. Le toca al diácono Esteban el honor de ser el primer mártir. A su “lapidación” de él asiste también Saulo, entonces perseguidor de los cristianos. Esa muerte señala el inicio de una despiadada represión que obliga a muchos a refugiarse en las zonas escarpadas de Judea y Samaria, a otros a emigrar. Entre las víctimas está Santiago, hermano de Juan, que es decapitado en Jerusalén. A Roma, donde vive una floreciente colonia judía en estrecha relación con Jerusalén, la noticia de Jesús llega pronto, traída tal vez por algún prófugo. La ciudad cuenta con numerosas comunidades cristianas ya en el año 49 d.C., cuando el emperador Claudio ordena la expulsión de los judíos a causa de los “frecuentes tumultos” que estallaban en nombre de un cierto Chresto. Saulo/Pablo llega a la capital del imperio hacia el año 61, “encarcelado a causa de Jesús”, y permanece en una residencia privada (hoy diríamos “con arresto domiciliario”) hasta el 63 aproximadamente. Es decapitado en la persecución de Nerón hacia el 67. También Pedro, que llegó en el mismo período de tiempo, es crucificado hacia el 64 o poco más tarde. Papa Clemente, en la carta que escribe a los Corintios hacia el año 96, hace referencia al martirio de Pedro y Pablo, “columnas que lucharon hasta la muerte”. Es bonito constatar que los discípulos de Jesús se van configurando al Maestro, lo imitan en la vida y en la muerte, lo proclaman resucitado y no vacilan en pagar con la vida ese testimonio. Las razones de las persecuciones son complejas. Roma toleraba variedad de cultos y ritos, porque eso favorecía la unidad en la diversidad, con tal de que los pueblos sometidos añadieran a los propios también el culto del emperador y de la diosa Roma, como garantía de fidelidad. El rechazo representaba un acto subversivo. Puesto que para el judaísmo monoteísta eso representaba una impiedad, los hebreos habían obtenido un estatuto especial, valedero también en la diáspora. Nerón persigue a los cristianos porque su proselitismo y su rígido monoteísmo comienza a preocupar y, contrariamente a los judíos, ellos consiguen adeptos de toda raza, en todas las ciudades. Su culto, al no gozar de estatuto especial, es declarado ilícito. El gran incendio de Roma del 64 ofrece el pretexto al emperador quien, acusado por la opinión pública de haberlo provocado para facilitar sus proyectos de urbanización, descarga la culpa sobre los cristianos y arranca falsas confesiones con la tortura. Tácito narra el final horrible al que son sometidos, pero justifica la persecución: “Esos individuos eran detestados por sus abominaciones”. Trajano legisla que se debe ser tolerantes con quien sacrifica a los dioses, y condenar a los irreductibles solamente si son denunciados. Plinio el Joven confiesa no haber descubierto ninguna de las monstruosidades de que eran acusados, pero considera el cristianismo “superstición malvada y desenfrenada”. La historia nos ha transmitido las actas de varios mártires de los primeros siglos: santa Inés, sometida a suplicio hacia el final del tercer siglo; santa Cecilia, modelo perfecto de mujer, decapitada por haber escogido la virginidad; el diácono Lorenzo, quemado sobre una parrilla bajo Valeriano… Las persecuciones no se limitaron a los primeros siglos. Continúan también hoy. El siglo pasado fue tal vez uno de los que han dado mayor número de mártires a la Iglesia. Es conocido el caso de Maximiliano Kolbe en el campo de concentración de Oswiecim: ofreció la vida en sustitución de un padre de familia condenado a muerte. Y no podemos olvidar a los mártires salesianos: los santos Luis Versiglia y Calixto Caravario, los cinco jóvenes del oratorio de Poznan, los de la guerra civil española… También en el momento actual la Iglesia es perseguida, en algunos países abiertamente y en forma cruenta, en otros con leyes restrictivas. Decir cristianismo es decir fraternidad universal, compromiso por la justicia y la dignidad de todos los hombres, en especial de los más débiles. Por supuesto, el coraje de oponerse y denunciar injusticias y atropellos trae la marginación cívica y social y, en ciertos casos, la persecución y la muerte. Según la palabra de Jesús, cuando los creyentes no son perseguidos deben preguntarse si no han faltado a su papel profético. Quien no impugna las injusticias, quien no denuncia atropellos y abusos, corre el riesgo de traicionar el Evangelio. Una fe auténtica va del brazo con el martirio. Los mártires, así los canonizados como los no reconocidos oficialmente, son gloria de la Iglesia y punto de referencia para los creyentes, llamados a rendir testimonio de su fe siempre y dondequiera.

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