Ya se lo habían advertido los compañeros: te ha tocado un curso pésimo. El profesor observó, efectivamente, que su clase parecía más una concentración de amiguetes para pasárselo a lo grande que otra cosa. Pero no fue eso lo más grave, lo que le causaba mayor desasosiego era el ambiente de desidia y de pasotismo tras el que se escudaba la mayoría del alumnado, la falta de interés por todo lo referente al estudio era alarmante.– Hoy no tenemos ganas de nada, profe, vamos a contar chistes… Ese hoy era el mismo cada mañana, y muchos no llevaban libros ni bolígrafos ni cuadernos, ni menos, motivación para el trabajo. ¿Qué semilla puede germinar en este erial de desgana? Se preguntaba con desolación el profesor. En esos días, llegó a sus manos un libro fascinante en el que se mostraba cómo, a través de la Historia, siempre había habido un puñado de personas comprometidas que, plantando cara a la adversidad, habían conseguido mejorar la existencia humana. Y fue como una luz que le hizo caer en la cuenta de que él también podía afrontar las condiciones especiales de su clase con una mirada nueva. Este es mi tiempo, no tendré otro igual -reflexionaba-, estos son mis alumnos, a ellos me debo. Cada día es un regalo y también un reto para intervenir en sus vidas. Sabía que iniciaba un camino difícil, pero vio también que dejar de intervenir para quejarse o amargarse, sería para él mucho peor. Y comenzó a analizar con rigor las causas del adverso comportamiento de su clase, incluso las administrativas, y a alumbrar soluciones graduales, confiado en destilar en sus alumnos unas gotas de responsabilidad y un estímulo para despertar el interés por el conocimiento. Fue entonces cuando concluyó: es un pésimo curso, pero es mi curso.
Miguel F. Villegas
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