Queridos amigos:Acabamos de celebrar la fiesta de las fiestas, el acontecimiento fundante que marca nuestra fe y nuestra vida cristiana: la pascua de Cristo, el misterio de su pasión, muerte y resurrección. La memoria del paso realizado por Dios en la carne de Cristo, que constituye el centro de la predicación apostólica, es también fundamento y sentido de la existencia cristiana. El misterio del Señor muerto y resucitado es el corazón del mensaje cristiano de la salvación. Por eso, la comunidad creyente lo celebra y lo vive con intensa alegría.Esta alegría se prolonga en la Iglesia a lo largo de todo el tiempo pascual, impregna su vida y orienta la espiritualidad. La espiritualidad cristiana se vive al ritmo del año litúrgico. En este sentido, podríamos decir que lo que la Iglesia nos pide en estos momentos, es vivir la Pascua del Señor. Al adelantarse este año nuestra celebración de la fiesta pascual ya al mes de marzo, este mes de abril queda por completo marcado por el espíritu del misterio de Cristo resucitado. Y el espíritu pascual nos invita a celebrar el triunfo de la vida y a luchar contra la cultura de la muerte, a derrotar la violencia con la paz, a superar la venganza con el perdón, a hacer prevalecer la solidaridad sobre el egoísmo, la esperanza sobre el desencanto, la alegría sobre la tristeza. El mensaje de la Pascua es un mensaje de liberación, de fraternidad y de alegría. Cristo ha hecho saltar todas las ataduras; nos ha liberado muy especialmente de la ley, del pecado y de la muerte. Y la libertad cristiana es libertad para el amor, signo por el que tendríamos que ser reconocidos: “si nos amamos, es que resucitó”. Todo ello no puede menos de llenarnos de una honda alegría, arraigada en la esperanza y en la fe. Por ello en todas nuestras celebraciones repetimos a lo largo de todo este tiempo pascual: “¡aleluya!”. Nunca podremos olvidar la observación del escritor francés Georges Bernanos: “lo más contrario a un pueblo cristiano es un pueblo triste”.
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