Sobre la Iglesia corren multitud de ideas, conceptos e incluso prejuicios. Si hiciéramos una rápida encuesta preguntando “¿qué es la Iglesia?”, Dios sabe cuántas y diversas respuestas obtendríamos: para unos es una Institución indispensable en el mundo; para otros una entidad avejentada que pertenece a otros tiempos; para algunos una especie de macrosecta más o menos mafiosa; para otros, una especie de empresa multinacional o una benéfica ONG extendida por todo el mundo.Para hacer una lectura correcta de una realidad cualquiera hay que conocer de forma suficiente las llamadas claves de lectura de esa realidad. Si no es así, una realidad clara e incluso atrayente puede convertirse sin más en un jeroglífico. Y es eso lo que, a juzgar por lo que se ve y se oye, es para no pocos medios de comunicación social la Iglesia: un auténtico jeroglífico.Porque en la Iglesia se descubren ciertamente muchas luces. Por referirnos a una muy concreta, basta recordar la obra admirable de Teresa de Calcuta, mujer galardonada y premiada repetidamente por Gobiernos y Entidades de los más diversos signos. Pero, al mismo tiempo, no son pocas las sombras que planean sobre la Iglesia: desde negocios oscuros, comportamientos farisaicos, ministros pederastas, etc. Luces y sombras, gloria y desprestigio: he aquí cómo aparece la Iglesia delante de muchos de nuestros contemporáneos.¿Qué tenemos que pensar los creyentes? El Concilio Vaticano II (celebrado entre los años 1962 y 1965) tuvo la valentía (no imitada ciertamente por otras instituciones, gobiernos o regímenes) de hacerse esta pregunta: “Iglesia católica, ¿quién eres? ¿qué dices de ti misma?”. Y lo hizo con la voluntad firme y sincera de “aggionarse”, es decir, de convertirse, de ponerse al día en todo aquello en que hubiera perdido el tren de la historia.La clave mistéricaLa clave de lectura que dio el Concilio fue la de sentirse y presentarse ante todo y sobre todo como reflejo del Misterio de Dios, uno y trino en la historia. La Iglesia es, en efecto, revelación del designio de Dios Padre que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Es prolongación de Jesús, el Verbo encarnado, que llamó y eligió un grupo de discípulos para poner en marcha ese designio de salvación. Es fruto de la presencia y de la acción del Espíritu Santo que perpetúa en la historia de la humanidad el designio salvador de Dios. Si se pierde y en cuanto se pierde esta clave mistérica y trinitaria, la Iglesia se convierte sin más remedio en un jeroglífico, en algo completamente ininteligible; se falsea por completo su verdadera naturaleza. Precisamente por eso vemos cómo tantas personas y especialmente tantos medios de comunicación social, al hacer una lectura desde claves políticas, económicas, culturales o empresariales, hacen una lectura objetivamente equivocada de la Iglesia, porque no la hacen desde la clave fundamental desde la que únicamente se enfoca de forma profunda esta realidad. La propia Comunidad eclesial cuando pierde la conciencia de ser en la historia el misterio de Dios que quiere salvar a todos los hombres y a todo el hombre, se desprestigia a sí misma sin que haga falta que venga nadie a desprestigiarla desde fuera.Santa y pecadoraEsta condición fundamental de la Iglesia no la libra, por otra parte, de tener sus serias lagunas, sus puntos negros innegables. Esa es la parte que aportamos los hombres con nuestras limitaciones, con nuestras torpezas e incluso con nuestros pecados. El Concilio no dejó de hacer una lúcida y crítica constatación de esta perspectiva negativa: reconoció simple y llanamente su condición de santa y pecadora al mismo tiempo. Afirmó abiertamente que “mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado, no conoció el pecado, sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación”.Esta lucidez en la percepción que la Iglesia tiene de sí misma hace por ejemplo que la celebración central del culto cristiano que es la Eucaristía comience sistemáticamente con el Acto penitencial. Nadie mejor que la Iglesia conoce sus propios fallos, sus propios pecados e infidelidades al designio de Dios sobre ella. Pero esta conciencia no puede arrastrarla al pesimismo, al complejo de culpabilidad, al desconocimiento de lo positivo que Dios hace constantemente en ella y a través de ella en el mundo de los pobres, de los hambrientos, de los necesitados y marginados. Sería ofender al Espíritu que, viviendo en lo más profundo de la Comunidad eclesial, hace que, por encima del pecado esté la gracia, por encima de las tinieblas esté la luz, por encima del mal en cualquiera de sus manifestaciones esté el bien en las infinitas formas de actuar que tiene. La Iglesia es efectivamente santa y pecadora. Pero lo definitivo en ella no es el pecado sino la Gracia triunfante de Dios.
Antonio Mª Calero
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