Desde el momento en que fue creado a imagen de Dios, que es un Dios Trinidad, es decir, un Dios comunión de personas, el hombre considerado en sí mismo, como individuo aislado, no puede ser “a semejanza de Dios”; será parecido a Dios/comunidad sólo si él mismo hará/será comunidad (sea ella familiar o social). El Génesis, en efecto, después de haber afirmado que Dios creó al hombre a su imagen, añade: “Hombre y mujer los creó”. Y a ellos confió el cuidado de la creación, poniendo en sus manos la responsabilidad de la historia. El ser humano es un ser-en-relación, un ser pluridimensional. El hombre, por tanto, está llamado en primer lugar a ponerse en relación de señor con la creación, ejerciendo sobre ella un “dominio” a fin de “cuidarla” para hacerla siempre más benigna y ponerla al servicio de todos los hombres y las mujeres del mundo. Esto lo hace a través de su inteligencia, aplicada a la ciencia y a la tecnología, que da lugar al progreso y al bienestar. Pero el hombre está llamado también a situarse en relación de hermano con el otro, sin ninguna pretensión de dominio sobre él, sino únicamente con la responsabilidad de cuidarlo, como un pastor cuida del rebaño que le ha sido confiado. Esta operación es posible sólo a quien posee un gran amor hacia el prójimo, que lleva a solidarizarse y a construir juntos la familia humana, sin distinción de razas, color de piel, lengua, cultura, pueblo o nación. Todavía más: el hombre está llamado a situarse en relación personal consigo mismo, tomando conciencia de todas sus dimensiones y tratando de desarrollarlas armónicamente sin que ninguna se imponga a las demás, alcanzando la armonía y la unidad interior de cuerpo, corazón, mente, espíritu. Ello es posible para quien se conoce profundamente a sí mismo y puede influir sobre su propia vocación y los deberes que ella comporta. San Pablo lo resume en una frase lapidaria: “hemos sido creados por Dios para reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Y, last but not least –por último pero no menos importante-, el hombre está llamado a ponerse en relación filial con Dios. Ante él no pueden subsistir actitudes que, siendo equivocadas, nos hagan correr el riesgo de no alcanzar la meta. Me refiero a una doble tendencia: la de quien considera a Dios como un dueño, que puede disponer de nosotros arbitrariamente, para que lo sirvamos, o la de quien considera a Dios como un juez severo que amenaza nuestra libertad y felicidad. Si la primera imagen de Dios infunde miedo y lleva a una relación de esclavo ante el dueño, la segunda lleva a la rebelión y hasta al intento de eliminar a este dios para convertirnos finalmente en lo que debemos y queremos ser. Jesús se ha relacionado con Dios no como un esclavo o un rebelde, sino como un hijo. Antes bien, el rasgo más característico de Jesús es precisamente haber visto en Dios al padre, a quien llamaba con ternura “abbá”, papá. Parecía no tener mejor ocupación que “hacer la voluntad de su padre”; aún más, estaba consciente que su misión en el mundo era la de hacer la voluntad de su padre, y llegaba a declarar que aquello era su alimento. Esta dimensión la realizamos a través de la fe, que nos abre a Dios amado como sumo bien. Hoy se está imponiendo, al menos en ciertas partes del mundo, un tipo de secularismo que quiere hacernos vivir etsi Deus non daretur – como si Dios no existiera – por el cual la fe es permitida para uso privado, sin ninguna repercusión social o política. La situación se vuelve peor allí donde se establece un agnosticismo que lleva a creer en la trascendencia ilimitada del progreso técnico y científico y de la conciencia humana, pero sin trascendencia existencial. Y no faltan actitudes y experiencias de ateísmo puro y duro. Diría que estas tendencias reductoras no son nuevas, aunque hoy sean más agresivas y engañosas. Ha existido siempre la tentación de reducir el hombre a una sola dimensión en perjuicio de las otras, provocando así una cultura de muerte. En efecto, la cultura es el modo típico con que el hombre se pone en relación con la naturaleza, con los demás, consigo mismo, con Dios. Y, al final, se debe reconocer que sólo cuando el hombre tiene una relación auténtica con Dios se relaciona correctamente también con los demás. Desde este punto de vista, el modelo sobre el cual construir la propia existencia con seguridad de éxito, al afrontar los interrogantes fundamentales de la existencia humana (vida y muerte), es Jesús.
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