En la iglesia de Saint Jean Bosco, en Bangui, un millar de personas subsiste a duras penas desde hace siete meses. El salesiano español Agustín Cuevas cobija en su comunidad a estos desplazados por las matanzas en la República Centroafricana. En ella han llegado a hacinarse 22.000 personas, como informaba El confidencial del pasado 26 – 06 – 2014. Sintetizamos la información a la que es posible acceder en: www.elconfidencial.com
En Bangui, en el recinto de la iglesia de san Juan Bosco, en el humildísimo barrio de Galabadja, un millar de personas subsiste a duras penas desde hace siete meses, protegidas por la comunidad de salesianos a la que pertenece el sacerdote Agustín Cuevas, conquense, que llegó a Centroáfrica hace tres años tras trabajar muchos años en distintos países de África. La mayoría de estos desplazados son mujeres y niños que llegaron huyendo de la violencia “ciega y gratuita”, que estalló en la capital centroafricana el pasado 5 de diciembre.
Sin tener a quien recurrir, atrapados en el fuego cruzado de dos brutales grupos armados, los Seleka y los Antibalaka, muchas personas se refugiaron en lugares de culto. En Galabadja llamaron a la puerta de la comunidad salesiana, que desde hace años se ha esforzado en levantar una red de servicios, incluidos una escuela y un dispensario de salud, en este vecindario olvidado.
En los edificios y las explanadas del complejo llegaron a hacinarse 22.000 personas que dormían amontonadas “en los bancos y en el suelo de la iglesia”, mientras fuera los disparos y las explosiones de granadas y proyectiles de morteros no cesaban.
Los muertos se amontonaban en el suelo del dispensario
Casi todos habían huido de sus casas con lo puesto, con sus numerosos hijos a cuestas, intentando evitar verse atrapados en unos combates en los que, durante un fin de semana, murieron más de mil personas en la capital del país, según la Cruz Roja. También en el pequeño dispensario de la iglesia de Galabadja, “se acumulaban los muertos en el suelo”.
La mayoría de quienes buscaron refugio en la iglesia (sólo una pequeña parte de los cerca de 600.000 desplazados por la violencia en República Centroafricana, según datos de Naciones Unidas) ha vuelto a sus casas o a lo que queda de ellas. Los que siguen viviendo en la misión salesiana, incluidos 350 niños, son quizás los más menesterosos, los pobres entre los pobres, gente que se siente abandonada por unas organizaciones internacionales que no parecen dar abasto ante la inmensidad de esta crisis, que ha dejado a más de la mitad de la población centroafricana (2,5 millones de un total de 4,6) en una situación de dependencia absoluta de la ayuda humanitaria.
La ayuda llega con cuentagotas, o no llega en absoluto, dice el padre Agustín, quizás por tratarse de un sitio de desplazados pequeño y por la mayor atención mediática que suscitan otros campos como el de Mpoko (44.000 personas), situado junto a la pista del aeropuerto de la ciudad. “Esta gente no recibe nada”, asegura; “la última distribución de alimentos aquí por parte de las organizaciones internacionales fue hace tres meses. Los empleados de la OIM (la Organización Internacional de las Migraciones) vienen, toman datos y se van. No hacen caso de ninguna de nuestras peticiones”.
En el terreno de la misión, se levantan varias tiendas de campaña enormes construidas con lonas en las que figura el logotipo de UNICEF. Bajo las lonas, el calor y la humedad dejan sin respiración.
“Tu vida vale según tu color”
Las familias monoparentales, con una mujer al frente, parecen ser una norma aquí. Unas por haber perdido a su pareja en la guerra; otras por haber sido abandonadas… El futuro de muchos niños del campo depende de sus madres, en situación de desventaja por ser mujeres y, por ello, más vulnerables a la pobreza y a la violencia. Sobre todo a la sexual, una plaga que se cierne especialmente sobre los campos de desplazados.
En Galabadja, las mujeres están bastante a salvo del abuso sexual. Pero no son los únicos peligros a los que se enfrentan. En enero, junto a la escuela que gestionan los salesianos y a la que acuden los niños del barrio –los misioneros han puesto en marcha otra escuela, más informal, para los pequeños desplazados–, alguien arrojó una granada de mano.
Los militares de la misión de la Unión Africana, que vigilaban el recinto, recibieron de lleno la explosión. Uno murió. Desde entonces, los niños dan clase con las ventanas cerradas, pese al calor sofocante. Las granadas, que se pueden comprar por 50 céntimos de euro, proliferan demasiado como para que el riesgo sea tolerable.
Con el tiempo, esta comunidad se ha organizado por su cuenta. Un grupo de scouts patrulla el campo para garantizar cierta seguridad, mientras que otro colectivo de voluntarios “trabaja día y noche”, asegura el sacerdote, para ayudar en lo posible a los desplazados. Aun así, el peligro está ahí, aunque no es igual para todos, asegura el misionero: “Cuando estallaron los combates en diciembre, dos periodistas norteamericanos se refugiaron aquí. Entonces llamamos a los soldados de la operación Sangaris (2.000 soldados enviados por Francia en diciembre), que vinieron enseguida a evacuarlos. Porque, ¿sabes?, la vida no vale lo mismo dependiendo del color de la piel”.
Según Cuevas, en este país, “hay también gente muy buena, gente pobre del barrio que da 4.000 francos (6 euros) que le hacen mucha falta para ayudar a los desplazados. Lo que pasa es que la violencia es muy ruidosa, mientras que la bondad pasa inadvertida porque no hace ruido”.
Elconfidencial.com
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