Estamos frente a una serie de injusticias, de falta de respeto a los derechos humanos, donde la persona es tratada como mero objeto. Una realidad convertida en grito, quejido y gemido. Una realidad que urge a la solidaridad de unos para con los otros: personas, grupos humanos, pueblos y hasta continentes enteros. Estamos ante una realidad en la que la persona humana aparece con la necesidad de dar respuesta a su vocación inscrita en lo más profundo de su ser: llegar a desarrollarse como tal en su dignidad humana e hija de Dios. Dificultar o impedir a la persona el desarrollo de sus potencialidades no es un problema solamente económico o social, sino, también y además, una cuestión antropológica y cultural. El centro es la persona humana que sufre, padece, se siente impotente, no sabe, no ve caminos de salida. Hablamos de la cultura de “la pobreza impuesta” que deshumaniza. El mundo no está así por casualidad. Lo que nos reflejan estas realidades humanas es también la causa de las mismas y las posibilidades de transformarlas. Nos reflejan que en estos momentos el mundo se ha convertido en una “aldea” y que en dicha aldea hay otra cultura, la que se ha impuesto al decretar que el progreso de la “aldea” está en dejar vía libre a los egoísmos; se ha impuesto el principio de conseguir el máximo beneficio con el mínimo coste, aún a costa de la persona humana, a quien se ha convertido en mero instrumento. Desde este principio se gestiona la organización de dicha “aldea”. Así nos encontramos con que la cultura de la pobreza impuesta es consecuencia de la cultura del producir para consumir y consumir cada vez más para producir; es la cultura del consumismo, del individualismo y del hedonismo. Y los que no se necesitan para producir y no pueden consumir, son, además, ignorados. Unos, convertidos en instrumentos de consumismo y de producción; y los otros, convertidos en instrumentos de repuesto para cuando “hagan faltan” a este sistema cultural, social y económico, o para lavar la conciencia –que pueda quedar- entregándoles las sobras de la mesa del rico Epulón, convirtiéndolos en pobres lázaros. Sobras que a veces revisten formas de pseudo-solidaridad, cuando se convierten en publicidad para conseguir más prestigio, para lavar cara y las manos y hasta para alcanzar más beneficios a costa de aquellos en los que se ha conseguido despertar un infinito apetito consumista. ¡Qué trampa tan bien pensada! Países e instituciones aparecen como bomberos siendo pirómanos. En el manifiesto de la campaña “Pobreza Cero” aparece: “Las razones de la desigualdad y la pobreza se encuentran en la forma en que los seres humanos organizamos nuestra actividad política y económica. El comercio internacional y la especulación financiera que privilegia las economías más poderosas, una deuda externa asfixiante e injusta para muchos países empobrecidos, así como un sistema de ayuda internacional escaso y descoordinado hacen que la situación actual sea insostenible”. Ante toda esta realidad tan crítica nos encontramos, sin embargo, con muchas organizaciones sociales, humanitarias, que, sensibles ante la injusticia, elevan su voz para concienciar y denunciar, para potenciar alternativas y para poner manos a la obra realizando acciones encaminadas a que se respeten los derechos humanos, a que se respete la dignidad de la persona. Es decir, son organizaciones empeñadas en que no se impida desarrollar su vocación a ningún ser humano, a ningún colectivo humano, a ningún pueblo o continente. Organizaciones y personas que elevan ese grito desgarrador, como quejido profético: ¡Despertad las conciencias, dad cabida a la reflexión, poneos en acción!. A esto lo llamamos solidaridad.
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