La Iglesia no es una estructura material, ni una organización social, ni una jerarquía, menos aún un Estado. La Iglesia es un cuerpo social, pero un cuerpo especialísimo que la teología llama místico, el Cuerpo Místico, compuesto por el pueblo de Dios cuyo jefe es el mismo Cristo. Precisamente por esto la Iglesia debe ser amada y, por lo mismo, conocida, porque no se puede amar lo que no se conoce. Cristo la amó hasta derramar por ella su sangre (ver Ef. 5,25.27). Cristo, por tanto. Él es el fundador y nosotros, miembros de este Cuerpo tan peculiar, debemos funcionar perfectamente para que todo pueda proceder, crecer. Hoy se habla mucho, tal vez demasiado, de Vaticano, sacerdotes, Iglesia e iglesias, las más de las veces fundándose en lugares comunes o en prejuicios, dictados por falta de conocimiento y / o por una pertenencia débil. Parece haber un creciente desapego de los jóvenes a la Iglesia / Institución, a la Iglesia / Cuerpo, hasta el punto que en algunos países es palpable una especie de divorcio entre “Iglesia oficial” y nuevas generaciones: “Cristo sí, Iglesia no”. Pero es una separación imposible: las encuestas siguen considerando a Jesús como el personaje más interesante de la Historia, aunque en algún sector de la cultura su imagen se vuelva siempre más vaga y menos significativa. ¿Cómo explicar semejante paradoja? Ya lo dijimos: es cuestión de escaso conocimiento, por no decir de ignorancia. ;font color=#CC0000>;img src=Marcas/RomboR.gif> Os invito, por tanto, a conocer más profundamente;/strong> a Jesús, a contemplar su rostro de cabeza y fundador de la Iglesia. Las cosas serias hay que estudiarlas y tratarlas seriamente. Para conocer a Jesús es indispensable acudir a los escritos del Nuevo Testamento, en particular a los Evangelios que relatan el acontecimiento, narrado por quienes vivieron con Él, creyeron en Él y escribieron para que también otros creyeran y tuvieran acceso a la salvación. Hoy estamos en mejores condiciones de conocer el proceso histórico de la composición de los Evangelios, sus fuentes, sus ámbitos (evangelización, catequesis, culto). Todo ello ha reforzado una convicción: que el valor histórico del núcleo central de los Evangelios no puede ser puesto en duda por nadie que tenga un mínimo de instrucción. San Lucas, en el prólogo de su Evangelio, se presenta como un investigador serio y confiable: “Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros… he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido” (Lc 1,3-4). Un estudio crítico de las fuentes evangélicas evidencia la unidad interna del mensaje del Nazareno, que vivió en un tiempo y lugar que se pueden hallar históricamente; fue insigne por su doctrina, hechos y milagros que fue crucificado bajo el procurador romano Poncio Pilato que envió a sus apóstoles a predicar el Evangelio y difundir el Reino de Dios con la fuerza del Espíritu Santo. Pero la identidad profunda de Jesús consiste en el hecho de que es Hijo de Dios. Son testigos de ello su misma conciencia mesiánica, las profecías del Antiguo Testamento que en Él se cumplieron, los milagros que El realizó y, sobre todo, su resurrección de los muertos, como escribe Pablo (Rm 1,3). ;font color=#CC0000>;img src=Marcas/RomboR.gif> Jesús se reveló a sí mismo como Hijo de Dios,;/strong> reveló a Dios como Padre lleno de amor y misericordia, nos reveló a nosotros como hijos de este Padre, al prójimo como hermano nuestro, al mundo como Reino de Dios que debemos construir con la paz, la justicia, la solidaridad, el perdón, el servicio mutuo, el amor. La Iglesia nace exactamente del Espíritu de Dios comunicado por el Resucitado a sus Apóstoles (“recibid el Espíritu Santo”, Jn 20,22) y del mandato de anunciar esta Buena Noticia a todos los pueblos de la tierra en su propia lengua (He 2,7). ¿Cuál es, por tanto, esta buena noticia? Juan la sintetiza magistralmente: “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Y Marcos la concretiza en la persona misma de Jesús: “Comienzo de la buena noticia: Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (Mc 1,1). El Cristianismo, entonces, no es un conjunto de verdades que creer, una serie de mandamientos que practicar y de ritos litúrgicos que celebrar. En el Cristianismo la cosa más importante no es el esfuerzo del hombre para alcanzar a Dios, sino la gracia de Dios que en Cristo ha querido hacerse hombre para transformarse, no solamente en Dios-con-nosotros, sino también en Dios-como-nosotros. He aquí la verdadera Buena Noticia: en Cristo somos hijos de Dios, coherederos del Reino, hermanos de todo hombre y mujer de la tierra. A nosotros nos corresponde vivir según esta nueva condición. Todos creemos en esto y tratamos de vivir la novedad de vida que Jesús nos ha hecho posible, formando la gran familia cristiana, el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia de Jesús. La primera cosa que debemos saber, por tanto, es que la Iglesia tiene origen divino, que es misterio, porque nace en el plan redentor de Dios y fue fundada por Cristo para continuar en la historia su acción reveladora del amor del Padre.

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