Celebramos en Navidad la plenitud del tiempo cuando “envió Dios a su Hijo” (Gal 4,4). Celebrar la Navidad es celebrar el cumplimiento de una promesa, de una larga espera. Celebrar la Navidad tiene también este aspecto de llegada de la plenitud y del cumplimiento de una palabra dada, de llegada (o maduración) de algo a nuestra existencia. En la vida, las cosas van llegando a su tiempo. Todo tiene su tiempo (Qohelet 3). Las cosas, a destiempo, es como si no existieran: están, pero no las entendemos, no captamos su sentido, pasan por delante de nosotros y no nos enteramos. Celebrar la Navidad es aprender a vivir esperando que llegue la plenitud. Cada uno de nosotros tiene una plenitud por cumplir. No somos ya todo lo que podemos ser. Cada día es el tiempo de plenitud para algo en nuestra vida. Cada día es posible que nos sorprendamos diciendo: “Ahora entiendo. Ahora me doy cuenta. Ahora doy importancia a esto. Ahora me despierto a esta realidad y la dejo entrar en mí…”. Celebrar la Navidad es hacer ejercicio de espera y de confianza en Dios, en el otro, en el futuro, en lo que está por venir… No podemos olvidar que, como cristianos, vivimos “esperando la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo”.

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