A la conmemoración de los 150 años de la muerte de mamá Margarita, se añade el 25 aniversario de la ;i>Familiaris Consortio: doble oportunidad para fijar la mirada en la más importante institución para la persona, la sociedad y la Iglesia, es decir, la familia, amenazada hoy por factores sociales y culturales que la presionan en su estabilidad. En algunos países la pone en peligro también una legislación que ataca su estructura natural: la unión entre un hombre y una mujer fundada en el indestructible pacto matrimonial. Aunque hablaré durante el año de los elementos que constituyen la familia, creo oportuno empezar por la familia de Nazaret que el período navideño trae a la memoria, y que continúa siendo el modelo de toda familia desde que el Hijo de Dios quiso encarnarse y compartir hasta las últimas consecuencias la historia humana, insertándose en una familia en donde madurar como hombre y como Dios. La Sagrada Familia es por tanto nuestro modelo. Me referiré al significativo episodio de Jesús a los 12 años en el Templo (cf. Lc 2, 41-50), porque encierra interesantes estrategias familiares ;i>made in Nazaret. El párrafo funciona como broche entre los evangelios de la infancia y la vida pública de Jesús, a la manera de la adolescencia puesta entre la infancia y la vida adulta. Es ésta la primera característica de la adolescencia: no ser ya niño, sin ser adulto aún. Situación incómoda, tanto para el hijo como para sus padres. La preposición más importantes es “con”: Jesús afronta los momentos más importantes de la vida religiosa y personal “con” sus padres, y hay una especie de choque entre el primero y el cuarto mandamiento. Jesús debe hacer la voluntad del Padre. Es el momento de la búsqueda del propio proyecto de vida, una etapa que afrontar y “resolver”: quien no lo hace seguirá siendo adolescente, es decir, oscilante y ambivalente, toda la vida. Es también un momento de descubrimiento gozoso y de aceptación explícita de la realidad. La crisis, si la hay, es de los padres, a los cuales les cuesta “desprenderse” del hijo y sufren, porque demasiadas veces no saben cómo ayudarlo. Pero la cuestión de la propia “vocación” es la primera que la criatura humana debe afrontar por sí sola. Hay una gran enseñanza en el evangelio de Lucas: el diálogo entre Jesús y sus padres está formado por interrogantes. ”Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.” … “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?”. El secreto de la educación y de la pedagogía de Jesús consiste en valerse mucho de interrogaciones y casi nunca de exclamaciones. Lamentablemente padres, maestros y pastores de almas hacen con frecuencia lo contrario. Hasta a María le cuesta comprender. Desprenderse es trabajoso siempre. Los hijos adolescentes deben ser mirados con simpatía y escuchados seriamente. En este momento es necesaria la “estrategia de la atención”: escuchar, observar, tratar de comprender, captar los mensajes no expresados, leer entre líneas. Se habla “con” los hijos, no “a” los hijos. José y María no abandonan a Jesús: no se debe salir de la vida de los hijos ni siquiera si ellos se alejan. Hay que seguir presentes en su vida y protegerlos. Cuando se presenta la ocasión de hacerlo, conviene abrazarlos con fuerza: resollarán, pero les gustará. Tienen pocas pero importantes necesidades: de compañía, porque se sienten solos; de actividad, porque se aburren; de seguridad, porque tienen miedo de un mundo que han de conquistar; de diálogo, porque son muchas las cosas que no saben. También la formación tiene que realizarse “con” los hijos, tratando de involucrarlos: después Jesús “bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos” (Lc. 2, 51). Es necesario apreciarlos y hacerse apreciar. Hacen falta calma, seriedad y respeto. El adolescente puede alcanzar una justa autoestima si se siente valorado. Debe poder disponer de un mínimo de autosuficiencia y autonomía. La estima no se puede fingir y se demuestra con confianza y responsabilidad crecientes. Depender de los adolescentes para encargos también delicados, darles el dinero que les puede servir para sus necesidades, reconocerles el derecho de escoger y cultivar amistades, entretenimientos, grupos deportivos, actividades sociales, son cosas importantes. Animarlos. Los adolescentes son pobres, poseen solamente sus sueños, que muchos disfrutan en pisotear. Manifestad vuestra satisfacción y vuestra alegría cuando los hijos hacen algo bueno: en esta edad la alabanza refuerza los lazos afectivos. Rezar con ellos. Muchos adolescentes abandonan la fe como un residuo de la niñez: toca a los padres demostrar que ella no es un biberón, sino una fuerza de adultos. Perdonarlos. Es bueno tener la puerta siempre abierta. Equivocarse es su pan cotidiano: deben aprender de sus padres; y éstos no deben olvidar jamás que también ellos fueron adolescentes.
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