Nuestros jóvenes reciben clases de música desde su más tierna infancia. Esto no quiere decir que salgan de nuestras escuelas con un buen nivel de cultura musical. Y mucho menos que tengan una adecuada educación musical. La cultura musical, desde mi punto de vista, tiene que ver con aquello que cada persona asimila y asume como algo propio y enriquecedor, de entre todos los contenidos que recibe. La educación musical, además, consistiría fundamentalmente en dotar al joven de un talante abierto y de los elementos mínimos que lo capaciten para el diálogo y la tolerancia, más allá de la propia cultura de origen y de los propios gustos personales. Una educación que no tenga en cuenta los elementos culturales específicos que aporta el campo musical es una educación, cuando menos, incompleta. La relación entre los jóvenes y la música, no lo olvidemos, es un hecho consumado. Las experiencias que viven en torno a los distintos ambientes musicales son reales y hemos de estar con los ojos y los oídos muy abiertos para detectar cuáles de ellas son positivas y estimulantes y cuáles pueden resultar sospechosas o incluso nocivas. La música educa al menos en la dimensión lúdica, social y creativa. Sería una opción inteligente la de aunar sinergias y aprovechar la fuerza que la música tiene para integrar en nuestros sistemas educativos (estructurados o no, formales o no, colectivos o no) sus muchos y variados beneficios. Jugando con nuestra metáfora, quizás deberíamos plantearnos la posibilidad de educar a nuestros jóvenes para aprender a vivir una sana relación con su pareja (la música) tratándola de igual a igual y rechazando cualquier forma de agresión o violencia doméstica que venga desde ideologías manipuladoras o de una despiadada industria discográfica.
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