“La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no solo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo”. BENEDICTO XVI, La caridad en la verdad, 51. Coherencia necesaria La ecología ha alcanzado una enorme importancia. El respeto al medio ambiente se percibe como una necesidad imperiosa. Ha entrado en la normativa legal de los países y de la comunidad internacional. Se impone una urgente educación medio-ambiental. De todas formas, parece una dramática incongruencia propugnar el respeto al medio ambiente y descuidar el respeto a la vida humana. Coincidiendo con la Jornada Mundial del Medio Ambiente, el pasado 5 de junio de este año, el Papa Francisco llamó la atención sobre esta falta de coherencia. Como habían hecho los papas anteriores también él se refirió abiertamente a la necesidad de promover una “ecología humana”. Según él, “el peligro es grave, porque la causa del problema no es superficial, sino profunda: no es sólo una cuestión de economía sino de ética y de antropología”. Con esa espontaneidad que le caracteriza, el Papa reconoció que muchos admiten la razón con la que la Iglesia Católica suele abordar este tema, dicen que sí, que es justo, que es verdad “pero el sistema sigue como antes, pues lo que domina son las dinámicas de una economía y de unas finanzas carentes de ética”. Palabras como esas se oyen con frecuencia por todas partes. Sobre todo, en un momento de crisis como el que estamos atravesando. Muchas personas han perdido su trabajo y hasta sus ahorros. Muchas están pagando las consecuencias de unos movimientos que no alcanzan a entender. El Papa habla con términos muy sencillos: “Lo que manda hoy no es el hombre, es el dinero. Y la tarea de custodiar la tierra Dios la ha dado no al dinero, sino a nosotros: a los hombres y a las mujeres. ¡Nosotros tenemos ese deber!”. Este discurso es muy claro, pero no terminamos de extraer las conclusiones. San Juan Crisóstomo decía que las gentes de Constantinopla tenían más compasión por un perro que ladraba lastimero en medio de la noche que por una persona que moría en la calle. El Papa Francisco ha aplicado las palabras de aquel gran obispo a su propia diócesis de Roma, afirmando que, si en una noche de invierno una persona muere de frío en la calle Octaviano, cercana al Vaticano, eso no es noticia. Es escandaloso ver la poca atención que merece la desgracia humana. El Papa afirma que en este tiempo “hombres y mujeres son sacrificados a los ídolos del beneficio y del consumo: es la cultura del descarte… Alguien que muere no es una noticia, pero si bajan diez puntos las bolsas es una tragedia”.La cultura del descarte En ocasión de la Jornada Mundial del Medio Ambiente, las Naciones Unidas lanzaron un fuerte llamamiento a eliminar el desperdicio y la destrucción de los alimentos. A esa campaña se unió también el Papa en su audiencia del día 5 de junio. También él denunció esta “cultura del descarte” que hoy contagia a todos. Pero su reflexión fue más allá. Según el Papa, en nuestras sociedades, también “las personas son descartadas como si fueran residuos… La vida humana, la persona, ya no es percibida como valor primario que hay que respetar y tutelar”. Y añadía que “esta cultura del descarte nos ha hecho insensibles también al derroche y al desperdicio de alimentos, cosa aun más deplorable cuando en cualquier lugar del mundo, lamentablemente, muchas personas y familias sufren hambre y malnutrición”. Si en otro tiempo, los padres y los abuelos cuidaban de que no se tirara nada de la comida sobrante, el consumismo nos ha habituado al desperdicio diario de alimentos. Muchos dirán que no puede ser de otra manera. Las leyes están para tutelar la salud de los ciudadanos. Por eso no es fácil entregar a otros los alimentos que no se han consumido en un banquete. Pero habrá que preguntarse si son lícitos muchos de nuestros banquetes. Consideramos como normal el uso de lo superfluo. Tenemos demasiadas cosas. Nos hemos acostumbrado al derroche y con tranquilidad tiramos a la basura vestidos y juguetes, pero también las sobras de las comidas. Pues bien, el Papa afirma que “el alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre, de quien tiene hambre”. En el evangelio de la multiplicación de los panes y los peces, se dice que “comieron todos y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos”. Jesús pide a sus discípulos que nada se desprecie. Ese número simbólico de doce no sólo se refiere a las doce tribus de Israel. Es también una referencia al destino universal de los bienes. Así lo comenta el Papa: “Cuando el alimento se comparte, nadie carece de lo necesario, cada comunidad puede ir al encuentro de las necesidades de los más pobres”. Cultivar, producir, consumir y compartir. Los problemas inherentes a esa cadena han aumentado en los últimos tiempos. La globalización de la producción de alimentos, del comercio y de los servicios de distribución facilita unos procesos y complica otros muchos. Es un escándalo que el hambre y los desperdicios convivan en el mundo. Todos sabemos que la solución a esta injusticia no es fácil. Pero no podemos permanecer indiferentes. La solidaridad y el reparto justo de los bienes de la tierra son ideales imprescindibles si queremos vivir en un mundo más humano. Residuos y fraternidad En las culturas que llamamos primitivas no hay desechos. Todo se aprovecha. Por desgracia, hay muchas personas que logran sobrevivir gracias a lo que encuentran escarbando en los enormes basureros de las grandes ciudades. En otros tiempos, siempre había especialistas en dar nueva vida a las cosas. No se tiraba nada. Cuando se estropeaban los cacharros, cuando envejecían los zapatos o los vestidos, cuando dejaba de funcionar el despertador, siempre había alguien que arreglaba o renovaba las cosas. Pero eso era antes. En nuestra sociedad ya no hay remiendos ni recambios. Sólo hay desperdicios. Hay que deshacerse de los instrumentos que ya no sirven, de los muebles y vestidos que han pasado de moda, de los alimentos que sobran de la mesa o que simplemente han pasado la fecha de caducidad. El descarte se ha convertido en un problema enorme. Las montañas de residuos son una de las imágenes más notorias de nuestra sociedad. Las ciudades buscan un lugar lejano donde depositar sus basuras. Los países que más consumen y despilfarran tratan de conseguir de otros países menos desarrollados el derecho para ir a depositar allí sus desperdicios. Resulta dramático ver las grandes cantidades que prometen a los países más pobres que se presten a recoger sus residuos nucleares. Con todo, lo realmente preocupante es que esta cultura del descarte va más allá de los residuos materiales para afectar a las relaciones personales. Nuestra sociedad consideran como “inservibles” a las personas que no prestan un servicio inmediato, palpable y rentable. De hecho, no sabe qué hacer con los “desechos humanos”. Hablando al Comité ejecutivo de Cáritas Internacional, el 16 de mayo de 2013, el Papa Francisco afirmaba que se está instaurando la cultura del “usar y tirar”: “Lo que no sirve se tira a la basura: los niños, los ancianos (con esa eutanasia escondida que se está practicando), los más marginados. Esa es la crisis que estamos viviendo”. ¿Qué podemos hacer? En primer lugar, preguntarnos de qué podríamos y deberíamos prescindir para no tener que tirarlo después a la basura. Además, habrá que pensar en la necesidad de educar a las nuevas generaciones de modo que aprendan a vivir en una mayor sencillez y austeridad. Habrá que revisar nuestra forma de producir objetos desechables sin preguntarnos qué vamos a hacer de ellos cuando sean inservibles. Y, sobre todo, habrá que revisar nuestros valores y criterios para no considerar la dignidad de las personas de acuerdo con su aparente utilidad. Nadie es inútil en el mundo, afirmaba el mismo Papa Francisco en la audiencia del día 26 de junio. Nadie es inútil en el mundo. Pero hace falta creer en la fraternidad humana.
José-Román Flecha Andrés
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