Del 31 de enero al 31 de mayo de 1883, don Bosco empeña sus fuerzas y su salud buscando fondos en Francia para construir la iglesia del Sagrado Corazón en Roma. Lo mismo hará tres años más tarde en su venida a España (Barcelona) en 1886. ¿Qué ocurre para que la sociedad europea de su tiempo agasaje, reconozca y corresponda a aquel sacerdote de Turín, que recuerda a don Rua cómo de pequeño, “en el camino que lleva de Butigliera a Morialdo, allí a la derecha de mi casa llevaba dos vacas a pastar en aquel prado”? ¿Por qué los políticos de su tiempo, con una legislación que prohíbe la creación de órdenes religiosas, le aconsejan fundar una “sociedad” que dé continuidad a su misión? ¿Por qué en Barcelona la gente es generosa con sus obras, y ven como posible el argumento verdadero y sagaz de don Bosco cuando afirma que: “si ahora no quieren aportar su dinero voluntariamente, llegará un día en que aquellos a quienes se lo negaron ahora, se lo arrebatarán a punta de pistola.”? ¿Por qué aquel cochero de Lyon llega a decir que “hubiera preferido llevar en la carroza al mismo demonio que a un cura como éste” cuando la gente asalta la carroza de don Bosco? Su biógrafo Teresio Bosco nos ofrece alguna pista de respuesta. Aquellos trabajos sobrehumanos de don Bosco – nos dice – “no estuvieron al servicio de un templo, ni de los jóvenes pobres, sino de toda una generación que corría el riesgo de perder el sentido de Dios y los más grandes valores de la vida. Y esta generación – continua – descubre en don Bosco “el sentido de Dios” y del “prodigarse por los demás”. En el fondo, la gente comprende el sentido profético de don Bosco abierto a un futuro en el que la manija de la historia estará en manos de los jóvenes de su tiempo.
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