El 19 de octubre de 1866 al comienzo del curso, don Bosco recordaba a todos, superiores, maestros, asistentes y jefes de taller la obligación de prevenir los desórdenes y la observancia del reglamento, salvaguardia de la moralidad, y no dejaba de recomendar continuamente la caridad, los modos afables, y la tolerancia al exigir la obediencia. Un día le dijo con toda seriedad al Prefecto del Oratorio: – Escucha, querido: ponte a traficar con aceite. -¿Traficar con aceite?, repitió extrañado el Prefecto. – Sí, a traficar con aceite. – Pero, don Bosco, ¿un religioso? – Precisamente: ¿no eres tú el Prefecto y, como tal, el encargado de las reparaciones necesarias en el Oratorio? Pues bien, me parece haber oído que algunas puertas chirrían y, con un poco de aceite en sus goznes, se arreglaría todo. -¿Cómo es eso? No veo la razón… Añadió don Bosco con una dulce sonrisa, silabeando las palabras: – Y después, después… tus dependientes rechinan de un modo… Así que: ¿estamos de acuerdo? Cuando trates con ellos, recuerda que eres, o mejor, que debes ser traficante en aceite. Don Miguel Rúa comprendió, y todos comenzaron a ver en él a otro don Bosco, que no desperdiciaba el tiempo dando con la mayor amabilidad lecciones tan oportunas e interesantes. (MBe. VIII, 418). Al regresar don Bosco de Florencia a Turín en diciembre de 1865, iban en el mismo compartimento del tren unos señores que hablaban sobre la instrucción de la juventud. Uno saltó diciendo que se debían suprimir los estudios y los colegios de los curas. Y añadió: – Si yo estuviese en el Gobierno reduciría a la nada ese nido de pequeños jesuitas que tiene don Bosco en Turín; echaría a puntapiés a él y a sus muchachos y pondría en su lugar un regimiento de caballería. ¿No es verdad, señor cura, que estaría muy bien hacer eso?, dijo dirigiéndose a don Bosco. – A mí me parece que no, ¿conoce usted a don Bosco? – Un poco; ¿no es verdad que la educación que da a sus muchachos no está de acuerdo con nuestras ideas? Prepara muchos jesuitas y nosotros no necesitamos tanto fraile. – Pero yo también, replicó don Bosco, he estado muchas veces en el Oratorio, he hablado con don Bosco, que se apoda a sí mismo jefe de los pilluelos, y he visto la instrucción que da: puedo asegurarle que no tiene más interés que el de hacer de aquellos pobres muchachos unos buenos cristianos y honrados ciudadanos. El otro insistía: – Pero vivimos en otros tiempos; se pasó ya la Edad Media. Seis meses después se publicaron en Roma unas subastas para construcciones. El señor, que había hablado contra don Bosco, era ingeniero contratista; necesitaba recomendaciones para acudir a la subasta. Se encontró en Turín con cierto marqués conocido y le pidió ayuda. Este le dijo: – Vaya a ver a don Bosco en mi nombre y estoy seguro de que le recomendará al cardenal Antonelli. Se presentó a don Bosco, quien le entregó una carta de recomendación. El ingeniero le dio las gracias y preguntó si quería algo para Roma. don Bosco le dijo sonriendo: – Sólo una cosa; cuando vea al Cardenal Antonelli no le diga que habría que echar a don Bosco del Oratorio a puntapiés, y con él a sus muchachos, porque esto no estaría bien. El ingeniero le reconoció y le pidió mil perdones. Le fueron adjudicadas las obras y ganó cien mil liras. En adelante le guardó mucho agradecimiento a don Bosco. (MBe. VIII, 231).

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