En enero de 1893, en un viaje de Guayaquil a Quito en Ecuador, a cuatro mil metros de altitud, moría de una pulmonía fulminante don Ángel Savio. Había sido enviado por don Rua a aquellas tierras como pionero a preparar el terreno para iniciar el nuevo Vicariato Apostólico de Méndez y Gualaquiza que la Santa Sede encomendaba a los hijos de Don Bosco. Don Ángel, salesiano curtido en mil batallas al servicio de la Congregación, se dejaba la vida lejos de su Piamonte natal y ponía fin a su proyecto misionero tan ligado a los orígenes y al santo de los jóvenes. Tenía sólo 57 años. Pero esta historia comienza mucho tiempo atrás. Don Ángel nació en Castelnuovo D’Asti, la tierra de Don Bosco, en noviembre de 1835. Fue admitido en el Oratorio en 1850 cuando era un adolescente de quince años. Vivió la década prodigiosa de Valdocco, coincidiendo con la eclosión carismática que daría lugar a la Sociedad Salesiana. Tuvo la suerte de conocer aquellos años a Domingo Savio, a quién le unió una bonita amistad, aunque éste fuera algunos años más joven que él. Era un joven diácono cuando Don Bosco reunió en diciembre de 1859 a un grupo de sus muchachos con los que pretendía fundar la Congregación Salesiana. Había cumplido veinticuatro años y llevaba nueve en el Oratorio. Creció en Valdocco junto al santo de los jóvenes. Le cautivó su persona desde el primer momento y junto a él, en la experiencia espiritual, en el estilo de familia y en el apostolado, descubrió la llamada de Dios a servir a los más pobres. Dijo sí a la invitación de Don Bosco. Fue elegido ecónomo general de la naciente sociedad y desempeñó este servicio hasta 1875. Ordenado en 1860, cuentan las Memorias Biográficas que el día de su ordenación, el dos de junio, “¡hubo una gran fiesta en la casa!”. No era para menos: Ángel Savio era el segundo alumno del Oratorio que se quedaba con el Santo, siendo sacerdote. Fruto maduro del proyecto del Fundador, en él encontramos un testigo privilegiado de la primera hora. Participó activamente en el desarrollo de la obra de los oratorios con dedicación y entrega, acompañadas de una piedad extraordinaria aprendida existencialmente en la escuela de Valdocco, con la mística de los primeros tiempos. En el sueño que Don Bosco tuvo el cuatro de mayo de 1861 sobre el porvenir de la Congregación y que es conocido como la linterna mágica, el Santo vio a don Ángel “en tierras lejanas”. Y la profecía se cumplió a la letra: en 1885, tras haber fatigado mucho en las recientes construcciones de las nuevas fundaciones de Alassio, Vallecrosia, Marsella o la iglesia del Sacro Cuore en Roma, acompañó a don Cagliero en América. Con cincuenta años, motivado por el ideal misionero, emprendía una nueva aventura apostólica que lo llevaría a la Patagonia, a Chile, Perú y Paraguay. Su celo misionero lo impulsó después hasta el Mato Grosso en Brasil y finalmente a Ecuador, donde le sorprendería la muerte con las botas puestas. Don Ángel, uno de los padres de la Congregación, será recordado siempre por su viva piedad y su identificación con Don Bosco. Fue, sin duda, un salesiano de primera.
José Miguel Núñez
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