Siempre desarrollé mi labor en Cochabamba, en la zona sur de la ciudad. La parroquia salesiana de Loreto, tiene más de una decena de iglesias, otros tantos colegios, guarderías, postas médicas, comedores, hogares para niños… de ahí su complejidad.La labor de un voluntario es, perdón por el ejemplo, como las funerarias: 24 horas de servicio a los demás. Yo empecé dando clases de lengua, literatura y comunicación a varios grupos y terminé con casi 400 alumnos en varios centros de la ciudad y de la periferia (incluso asistí posteriormente a la graduación como bachilleres de algunos de ellos), empecé colaborando con la catequesis los sábados y acabé yendo durante los fines de semana a más de seis iglesias para llevar grupos de niños; coordiné talleres de comunicación, confeccioné con los alumnos una hoja parroquial, di charlas sobre periodismo en la universidad, ayudé a redactar proyectos de infraestructuras para pedir ayudas en España, visitaba semanalmente los hogares de niños y les ponía películas, ayudaba en las escuelas de padres, en las actividades extraescolares… una vez allí no puedes negarte a nada porque el cuerpo te pide darte a tope hasta el punto de empezar el día a las cinco de la mañana y acabarlo cerca de la medianoche. La simple recompensa de ver a los niños sonreír siempre a pesar de las tragedias familiares que vive la mayoría merece la pena. Siempre creerás, y es cierto, que te enseñan y dan ellos más a ti que lo que tú puedas hacer por ellos. El voluntariado crea una especie de dependencia contra la que no hay vacuna antes de ir y de la que te das cuenta al regresar. Hay que ser voluntario siempre y en cualquier lugar, dar testimonio continuamente y luchar en cualquier parte contra las desigualdades, pero no es menos cierto que cruzando el charco el terreno está mejor abonado -tal vez porque la necesidad es mayor- para que los pequeños frutos puedan cambiar poco a poco situaciones de injusticia.
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